Inserta el casete en su personal estéreo. Oye la voz de
Lucerito y eso le basta para sonreír (“Electricidad, ¡cuando tú me miras!”). Cruza
la calle por el paso cebra mirando para ambos lados. Dentro de su boca, sus
dientes y lengua muerden, aplastan y saborean un Grosso con centro de menta
fuerte. Con la potencia de los músculos de sus labios infla un globo. Es la
alegría hecha persona. Entra a la panadería y llena una bolsa nailon con siete
hallullas. Cuenta las monedas, una por una, y paga el precio. Regresa a la casa
con el chicle desgastado y oyendo el lado B de su casete (“Veleta… ¡tu única
ley, el palo que te sujeta!”). Enseguida muele una palta, calienta la leche,
llena de Milo un par de tazones blancos y pone la mesa. Sienta alrededor a sus
dos hermanos menores. Juntos toman la once. Suena la campanilla de un aparato negro y uno de ellos
corre a levantar el pesado auricular. Es la mamá avisando que llegará como a las siete
y, de paso, pregunta si están hechas las tareas para mañana. Los otros dos, por
mientras, conversan y se preguntan si algún día podrán ver la cara de la
persona a quien se llama por teléfono. Se ríen y descartan la idea por
imposible. Al terminar, los más chicos llevan los platos a la cocina y le piden
permiso al mayor para mirar el Pipiripao en UCV Televisión. A su regreso la
madre se asombra: todo está bien. Su primogénito está madurando a la velocidad
de los cambios mundiales.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Todo es familiar
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