La estudiante aclara su voz y levanta la mano. El profesor
le concede la palabra. Desde el fondo de la sala ella pregunta: “¿Alguno de sus
clientes ha sufrido delante suyo una crisis de conciencia?” El hombre la mira
por un par de segundos. Acto seguido, apunta su vista hacia la ventana y percibe
que el sol se está escondiendo. Descifra el mensaje solar: “¡No quiero ni ver
cómo saldrás de ésta! ¡Mejor que se entere la luna! ¡Adiós!”. El silencio se
mantiene y se prolonga más de lo conveniente. Es notorio: el profesor no está
preparando una respuesta, sino buscando burlar la interrogante. Pero la chica está
decidida e insiste en su consulta: “¿Profesor? ¿Acaso sus defendidos carecen de
conciencia?”. El docente mira al techo, luego al suelo y regresa sus ojos a la
ventana. La luna y las primeras estrellas toman palco, curiosas. “Sí, por cierto,
que tienen conciencia”, empieza por decir con calma. “Recuerdo a uno. Se llamaba
Ruperto. Lo suyo fue inédito. Jamás me había tocado algo así. Retengo en la
memoria la alegría que sentía porque hasta el día de conocerlo, ya sumaba cinco
absoluciones consecutivas. Muchos colegas me admiraban, otros me envidiaban. Me
apodaron el Pentacampeón. Y yo me lo creí. Por eso ahora iba decidido a
levantar la copa de la sentencia absolutoria por sexta vez. El juicio oral
había transcurrido de la mejor manera posible para el acusado: el fiscal se notaba
inseguro por las confusiones entre los testigos y los tecnicismos de los
peritos. La prueba de cargo se desmoronaba ante los ojos del tribunal. Entonces
pasó lo que pasó”. El profesor se detiene. Bebe un poco de agua. Le sudan las
manos y la frente. Su corazón se acelera. La estudiante lo observa con máxima
atención. La luna y las estrellas se han acercado al otro lado de la ventana
para disfrutar del triunfo de la honestidad. “Retomo. Dije que todo iba de maravilla.
Era cuestión de minutos para que Ruperto escuchara declamar en boca judicial un
veredicto absolutorio. Le quitarían los grilletes y saldría caminando como un
hombre libre. Regresaría a su casa, abrazaría a su mujer y a fin de mes celebraría
navidad con sus hijos, sobrinos y nietos. Pero de pronto, cual Saulo camino a
Damasco, Ruperto percibió una luz y oyó una voz que lo forzó a gritar a todo
pulmón: ‘¡Yo la maté, Mi Señoría! ¡Con estas mismas manos mías de mí mismo y de
mi propio yo! ¡A puro cuchillo! ¡Y su cadáver lo sepulté debajo de la
casita del Spike!’”. El profesor calla, agotado. Para terminar, acota: “No soy Hexacampeón”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Comentarios
Publicar un comentario