Mis manos todavía huelen a parafina y aun llevo
puesto mi pasamontaña negro, cuando lo veo salir de la Fuente Alemana. En medio
de la revuelta, él cruza como Cristo caminando sobre las aguas. Al instante
reconozco al barbudo. Con tufo cervecero, Carlos Marx me pregunta la razón de
mi violencia. “¡Derribar al capitalismo!”, le grito, aguerrido, alzando mi
puño. Me mira condescendiente. “Vea, joven, aquí le dejo mi obra ‘El capital’.
Mejor quítese esa capucha y lea este libro”. Se marcha. Abro el mamotreto.
Tiene una dedicatoria: “Amigo, esfuércese por comprender. Cuestione la realidad.
Después podrá defender lo justo”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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