Sentado en una
banqueta, el poeta gozaba de la noche veraniega en compañía de una prófuga de
la justicia. La fugitiva, empeñada en burlar a la patrulla policial que la
buscaba, optó por disimular su presencia en ese lugar fingiendo ser la novia de
un aprendiz de escritor. ¿Qué hacía ese sujeto en horas de la madrugada bajo la luz de un farol? Se hallaba tratando de reproducir con palabras el
placer que sentía al escuchar el canto de un coro de grillos callejeros. Fue
entonces cuando ella, por sorpresa, llegó a posarse a su lado. Él la miraba con
atención, cautivado por su belleza e ignorante de su prontuario. A los segundos
las balizas policiales alumbraron la obscuridad. La mujer lo miró directo a los
ojos. Le preguntó qué escribía. Luego lo invitó a que con calma y suavidad se
le acercara al oído para susurrarle su mejor poema. Como el vate no reaccionaba,
ella misma acortó la distancia y así quedaron piel con piel. “Recítame hasta el
amanecer”, le pidió. Él empezó por aclarar su voz y se disculpó porque así -de
golpe y porrazo- no recordaba ni su nombre. Eso sí, guardaba en su memoria un
repertorio completo de villancicos: Noche de paz, Burrito sabanero, Campana sobre
campana. “¡Feliz navidad, próspero año y felicidad!”, fue el verso más
inspirado y original que se le ocurrió declamar justo cuando la patrulla pasaba
delante de ellos. Él estaba por separarse de ella para atender el requerimiento
policial, cuando la escuchó rogarle: “Recítame ahora el himno nacional”. El
poeta, sumiso y agradecido, se allegó de nuevo hasta la oreja de su público más
leal. El haz de luz de las linternas de los guardianes de la ley no detuvieron
la catarata de letras y rimas que proyectaban esos dos. Ella, de ojos cerrados
y con su pelo largo cubriéndole toda la cara, y él de perfil -como comiéndose
el oído de su improvisada admiradora-, generaron tal ternura en los vigilantes
que estos se convencieron de que no eran más que unos locos enamorados. La
patrulla se marchó. Cuando todo regresó a la normalidad y en el aire sonaban de
nuevo sólo el canto de los grillos, ella, aliviada, se alejó de él más de un
metro. Le quitó su cuaderno y su lápiz con destreza felina. Con velocidad extrema
escribió algo en la primera hoja en blanco que encontró y la besó hasta
imprimir en el papel la marca de sus labios. Arrancó la hoja, la arrugó y la
soltó al viento mientras corría como gacela hasta perderse. El poeta se agachó
para recoger la bola de papel, la desplegó ante sus ojos y en voz alta leyó: “Horbídame
para cienpre!!!”
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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