“¿Supiste? ¡Echaron a Galleguillos!”, fue la noticia de la
mañana. Me dolió. ¡Y encima en las vísperas de la navidad! La crueldad del
calendario no daba tregua: navidad era el peor de los momentos para tragarse
una noticia lapidaria, una que golpeaba a toda una familia. Galleguillos siempre
me había parecido un hombre bueno. Por él conocí a su mujer y sus tres niños. Les
visité varias veces en su departamento del centro de la ciudad. Me impresionaron
como una familia hermosa: desordenados, divertidos, llenos de vida. Pero la
gerencia no evaluó su calidad moral sino los resultados de Galleguillos en el
mercado. La evidencia era indisputable: nuestro local iba a la baja en todos
los índices sobre calidad, cobertura y margen de ganancias. Ni modo. “Las
matemáticas dicen la verdad, así que guarde esas lágrimas para cuando mejor las
necesite”, me dijo el presidente del directorio cuando me vio entristecido por
la partida de Galleguillos. Y acotó: “Pese a todo, ¿sabe qué?, hemos decidido
hacerle una cena de despedida este viernes por la noche. Si gusta, le concedo a
usted la responsabilidad de declamar el discurso del adiós”. A falta de otra
idea, sólo atiné a responderle con un diplomático “Gracias, señor. Acepto con
gusto”. Me devané los sesos pensando qué decir cuando estuviera frente a Galleguillos.
Quería ser honesto y abstenerme de echar mano a frases de buena crianza. En eso
me hallaba cuando, pese a mi agnosticismo, un vecino vino a invitarme para que
le acompañara a la parroquia a conmemorar el adviento. No siendo la clase de
lugares donde me siento cómodo, acepté a regañadientes sólo por la amistad que
nos une. Llegué esa tarde y escuché a un cura disertar sobre la anunciación que
los ángeles del cielo protagonizaron en exclusiva para un grupo de pastores de
ovejas una noche milenaria allá por Belén. Explicó que tales pastorcillos eran,
para la época, sujetos de baja estofa. Mas -he ahí la paradoja- acabaron siendo
los mensajeros de una proclama que cambiaría la historia. Luego precisó que lo
mismo aplica al Dios humanado que nace en un pesebre: es uno que renuncia al
poder y la gloria y acepta la suerte y las pellejerías del simple mortal.
Enseguida pensé en Galleguillos. De pronto se me representó como una especie de
Cristo profano. En rigor, es lo más cerca que me he sentido alguna vez de ese
Mesías de Nazaret. Galleguillos hizo lo que pudo con lo que había en la
oficina. ¿Qué otros resultados esperaba obtener la gerencia siendo que los
colaboradores de la empresa somos una manga de alcohólicos irredentos? ¿De qué
éxito estamos hablando cuando la mayoría de quienes integramos el equipo sufrimos
serios problemas de comprensión lectora? ¿Pueden ganarse preseas de oro, plata
y bronce allí donde los jugadores somos -todo hay que decirlo- una caterva de desventurados?
Y en medio de esta sucursal del infierno en la tierra, Galleguillos caminó
entre nosotros sin juzgarnos por nuestro matutino tufo a vino, sin escandalizarse
por nuestras agresiones diarias a la lengua materna y sin explotarnos más allá
de nuestras limitadas capacidades. En fin. Escribí el discurso y, llegado el
momento, lo leí en la cena. Para mi sorpresa, y no sé hasta dónde fue la
influencia de los tragos de cortesía, observé de reojo que la señora cónyuge
del gerente general derramaba ciertas lágrimas con disimulo. Más allá, vi cómo
el presidente del directorio le regalaba a Galleguillos la última mirada cual
césar llamado a zanjar la vida o la muerte de un gladiador caído. Terminé
diciendo que, si Dios invirtió lo mejor de sí en favor de una raza imperfecta y
quebrada sin esperar resultados ni reciprocidad, lo mismo había atestiguado yo
en el quehacer de Galleguillos: fue un jefe de local bonachón, perdonador y
dador de nuevas oportunidades. A la salida, ya en los estacionamientos, vi a la
plana mayor de la gerencia reunirse de improviso y darse cita para una sesión
extraordinaria. Por su parte Galleguillos, tranquilo y sonriendo, me dio las
gracias y me regaló un abrazo apretado. Nunca más supe de él. Para mí que el
sanedrín lo crucificó excitado por los gritos de los socios anónimos que pedían
sangre y cabezas por las pérdidas sufridas ese año. Quizás lo colgaron de un
madero. Sólo espero que al igual que ese carpintero de Galilea, Galleguillos haya
resucitado y ascendido a los cielos (porque estoy seguro de que de allá mismo
descendió).
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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