Ir al contenido principal

Pedo

“Aquí algo huele mal, muy mal” - dijo Alfredo aquella noche del último debate previo a las elecciones universitarias de segunda vuelta. “Compañeros, pese a todo, seguiremos soñando. Sí, hoy soplan buenos vientos para el Pedo” - fue lo más que pudo acotar antes que el salón irrumpiera en cataratas de pedorretas (se llamaban así los gritos de guerra del Pedo: “¡Con el Pedo yo sí puedo!”, o ese otro, “¡Con el Pedo sí me atrevo!”). Y es que el Pedo era la sensación del momento. El nombre de la agrupación surgió de forma espontánea cuando Alfredo, el mismo autor del credo del Pedo, una vez afirmó que su máxima aspiración era formar un partido estudiantil democráticamente orientado. “Oye, Alfredo - le preguntó contento Sigifredo- “¿lo notaste? ¿Te diste cuenta de lo que acabas de hacer?” “¿Qué sucede, Sigifredo? No comprendo” - contestó Alfredo con modestia. “Es que sin querer acaban de surgir de tu boca las iniciales perfectas para nuestro movimiento: P-E-D-O", celebró Sigifredo con zalamería a su tan admirado Alfredo. Comenzó así un crecimiento exponencial de las ideas del Pedo: llenaron todos los espacios. Igual que un gas que tiende a expandirse y se caracteriza por su baja densidad, el credo del Pedo llegó a cada rincón de la universidad (ciencias, artes y humanidades). Tuvieron un despegar meteórico. “Pero, aun así, jamás me confiaré del meteorismo”, afirmaba con humildad y sabiduría uno de sus máximos líderes. Al momento del conteo, todos apostaban por el Pedo. Como mantras, Alfredo y Sigifredo repetían sus pedorretas: “¡Con el Pedo yo sí puedo! ¡Con el Pedo sí me atrevo!” Pero los números son indesmentibles y por ocho votos, no llegaron a la presidencia. Al día siguiente, todo se había evaporado, todo se deshacía como en un sueño. El Pedo no logró solidificarse y, como tantas otras cosas, se extinguió para siempre cual fluido. 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó