Marcelo Alfonso, hijo de Juan Bautista Prado e Irene Salazar, nació en Coronel el 1° de septiembre de 1975. Desde entonces la muerte lo buscó con tenacidad. Le mostró los colmillos cuando apenas era un bebé. Al saberse burlada por la vida, se juró a sí misma venir por él cada año. Hoy, a poco de llegar casi al medio siglo de existencia, agotada de perseguirlo, la muerte siente ganas de renunciar. Se avergüenza de haber requerido tanto tiempo para cazar a una de sus presas más codiciadas. Sólo una vez antes había sido vencida de forma total. Ocurrió un domingo por la mañana en la Palestina del siglo primero cuando el carpintero de Nazaret, acatando la voz de Dios, se levantó del sepulcro y dejó la tumba vacía. Todo indica que ese fue el mismo Dios que le ordenó a Marcelo: “¡Vivirás!” Si sumáramos la cantidad de días que Prado Salazar vivió (literal: vivió) en los hospitales, el resultado sería superior al número de páginas del Quijote. Los heraldos negros se presentaban en la puerta de su casa cada semestre con la fidelidad del cobrador de impuestos. Y una y otra vez Marcelo Prado se negó a ir con ellos. No era el momento: debía crecer (aunque los médicos pensaron que eso sería imposible), tenía que regresar a casa (a conocer a sus hermanos mayores) y, sobre todo, anhelaba vivir. Mientras tanto, las enfermeras (sus madres postizas) le enseñaron a leer. Jamás imaginaron que le estaban regalando la que fue -junto al humor- su mejor arma: el amor a los libros. Leyó cuentos, novelas, ciencia ficción, historia, política, filosofía, crónicas deportivas, ánimes japoneses y la Biblia entera un par de veces en versión Reina-Valera (la única que, a gusto de su paladar, conservaba la elegancia de la lengua y la belleza del verso poético). Cursó la básica, la media y la universidad a su propio ritmo. E igual que la tortuga de la fábula, logró llegar más lejos que la liebre. Egresó a edades inoportunas y aprobó todos sus exámenes jugando los descuentos en horarios de trasnoche. La suya fue una mente brillante y su corazón, el de un niño con ganas de apagar las velas de la torta para seguir jugando con los amigos. Ejerció la abogacía y con ella absolvió a un par de acusados para quienes la fiscalía pedía cárcel efectiva (y las redes sociales, pena capital). En más de una ocasión su pragmatismo y sentido común pudieron seducir a los jueces con mejor efecto que la retórica histriónica de duchos litigantes. Esta madrugada -mientras aquí en Santiago llueve y de a poco regresa la luz- lo lloran sus hermanos, cuñadas, sobrinos y esa larga lista de amigos que ya se la quisiera cualquier candidato. Ahora el Señor Dios lo recibe con alegría en su seno y los ángeles -intrigados- comentan en el cielo: “¡Llegó la leyenda!”
(Santiago de Chile, 06/08/2024).
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