Camina
solitaria por la calle. Está oscuro. Pisa con cuidado evitando que sus tacones
se hundan en un charco o queden atrapados en una rendija del alcantarillado. A
la distancia divisa su automóvil y apresura sus pasos. Al llegar lo aborda de
prisa mirando a derecha e izquierda. Una vez dentro tranca las puertas con
pestillos y verifica que las ventanas están bien cerradas. Con rapidez se quita
la mascarilla y desinfecta sus manos con alcohol gel. Enciende el motor, la
radio y las luces. Antes de partir envía un mensaje de texto a sus amigas
("¡voy saliendo!"). Y así se desconecta de la realidad que la
circunda. Afuera un hombre la mira y sigue con atención todos sus
movimientos. Es alto, gordo y viste un buzo apretado que lo hace lucir
como un embutido gigante. Pese al gorro que cubre su cabeza y la bufanda que
tapa su boca, sus ojos negros logran ser captados por la mirada de la mujer.
Ella se aterra por un instante. Él se acerca veloz por el costado del piloto y
ella piensa si es mejor huir de frente o correr en reversa el resto de cuadra.
Es diestra al volante y como sea sabrá frustrar las intenciones del cerdo que
la acosa. Decide aplicar retroceso sintiendo que de esta maniobra depende su
vida. Llega a la esquina, dobla, quita la reversa y pone primera. Oprime a
fondo el acelerador y las llantas rompen el silencio de la noche. Escapa.
Alejándose mira por el retrovisor y ve al tubo de paté con cara de humano
alzando los brazos en señal de protesta. ¡Pobre gordo! Con éste ya son diez los
vehículos que cuidó por horas y se largaron sin dejarle propina.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Gracias lo encontré muy entretenido, dinámico, divertido. Me reí mucho.
ResponderBorrarMe encantas tus cuentis
Muy buen cuento!!!
ResponderBorrar¡Oh! pobre caballero, además de ser embaucado es juzgado por su apariencia... Muy interesante logras la tensión que se quiebra con un desenlace tan tuyo ja, ja, ja, Me reí, pero insisto en que es un descredito para el caballero...
ResponderBorrarSuspenso que termina en una carcajada. Muy original.
ResponderBorrarSe temía lo peor y termina en una risa. Muy buen cuento corto.
Lo mismo sentí!
Borrarjajaja quién iba pensar ese fin! muy bueno!
ResponderBorrarGracias autor anónimo!
el gordo trabajaba para la municipalidad o era de esos barsas que aparecen y te cobran?
ResponderBorrarVeamos. Un profesor de derecho civil le diría que la buena fe se presume, mientras que un penalista afirmaría que en principio todos gozamos de la misma presunción de inocencia. Quien pretenda sostener lo contrario deberá asumir la carga de la prueba.
BorrarMe encantó!!!!
ResponderBorrarEl difícil conflicto de la ética con la estética. Buen cuento
ResponderBorrarJajajaja eso sí no me lo esperaba!
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