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Ordinario

Prosaico se enamoró de Milagros. Pero no logró siquiera prendarse de su amada cuando ya la relación entre ambos se hizo imposible. Ella sí le quería (¡y mucho!), pero sus padres -don Taumaturgo y doña Providencia- se opusieron de forma tenaz al romance hasta hacerlo abortar. “Le falta idealidad”, dijo el señor. “Es incapaz de elevación”, sentenció la señora. La noche cuando Prosaico fue a la casa de Milagros para pedir su mano la cena acabó en tragedia. Él pensó que las preguntas discurrirían sobre sus pretensiones de renta para los próximos veinte años, sus credenciales profesionales o su ascendencia familiar. Nada. Quedó perplejo ante cada interrogante. “Y díganos, joven, ¿ha creado algo de la nada?”, consultó don Taumaturgo con su mejor sonrisa. Ante el silencio del pretendiente, doña Providencia aprovechó de tomar la palabra: “O bien, por lo menos, ¿le ha devuelto la salud a un enfermo?”. El frustrado Romeo se hundía opacado en el sillón del cuarto de estar. Otra vez el padre: “¿Cuántas tormentas ha calmado y cuántos demonios ha expulsado?”. La madre fue quien le dio el tiro de gracia: “¿Cuándo fue la última vez que resucitó a un muerto?”. El enamorado fue consciente de que era apenas un ser común, un sujeto regular, un coleccionista de sucesos habituales. Se despidió de ellos y regresó caminando a su departamento. Ante su ausencia absoluta de gloria y esplendor no tuvo más que separarse de Milagros. 

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Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

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* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó