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Ordinario

Prosaico se enamoró de Milagros. Pero no logró siquiera prendarse de su amada cuando ya la relación entre ambos se hizo imposible. Ella sí le quería (¡y mucho!), pero sus padres -don Taumaturgo y doña Providencia- se opusieron de forma tenaz al romance hasta hacerlo abortar. “Le falta idealidad”, dijo el señor. “Es incapaz de elevación”, sentenció la señora. La noche cuando Prosaico fue a la casa de Milagros para pedir su mano la cena acabó en tragedia. Él pensó que las preguntas discurrirían sobre sus pretensiones de renta para los próximos veinte años, sus credenciales profesionales o su ascendencia familiar. Nada. Quedó perplejo ante cada interrogante. “Y díganos, joven, ¿ha creado algo de la nada?”, consultó don Taumaturgo con su mejor sonrisa. Ante el silencio del pretendiente, doña Providencia aprovechó de tomar la palabra: “O bien, por lo menos, ¿le ha devuelto la salud a un enfermo?”. El frustrado Romeo se hundía opacado en el sillón del cuarto de estar. Otra vez el padre: “¿Cuántas tormentas ha calmado y cuántos demonios ha expulsado?”. La madre fue quien le dio el tiro de gracia: “¿Cuándo fue la última vez que resucitó a un muerto?”. El enamorado fue consciente de que era apenas un ser común, un sujeto regular, un coleccionista de sucesos habituales. Se despidió de ellos y regresó caminando a su departamento. Ante su ausencia absoluta de gloria y esplendor no tuvo más que separarse de Milagros. 

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