La Güitni Jiuston es una artista consagrada. No es casual
que ahora se disponga a cruzar las puertas de este último escenario, uno de los
espacios más disputados por los cantantes metropolitanos. Ha trabajado mucho y muy duro
para llegar hasta aquí. En su barrio son pocos los que se atreven a cantar en
el idioma de Shakespeare y eso ya la hace distinta a los trovadores de la nueva
canción chilena, a los discípulos de Lucho Barrios y a los incontables maestros
de la cumbia tropical. Claro está: ella pronuncia y escribe el inglés así como
lo oye (“Ay güil ólgueys lóbi yú!”). Pero eso no le impide
encender el fervor de su público. ¡La aman! Aquel lejano 1992, año de la película “¡El
guardaespaldas!” (“De bodigard!”), empezó su carrera deleitando con su voz a los
niños y viejos de su población en varios cumpleaños, malones, reuniones de
vecinos y en una que otra despedida de solteros. Lo mismo le sucedió antes en
su colegio: la fama la perseguía y no había acto cívico en el cual, luego de
escuchar el discurso de la directora, no viniera ella -a pedido de las
multitudes- a interpretar uno de los éxitos del momento y así devolverles a los
chiquillos la alegría que la directora les había quitado. Pero ahora, sólo a
segundos de enfrentarse a un auditorio desconocido, ella sufre los nervios tal
como si estuviera por presentarse en el Festival de la Canción de San Remo, Lollapalooza
o Rock in Rio. Le sudan las manos y siente el vértigo en la boca del estómago. Mas
no se amilana, repite tres veces aquella palabreja con los dientes apretados y entra
a esa pasarela de luces sin pensarlo demasiado. Entre los presentes observa
varios rostros cubiertos con mascarillas, excepto ese par de pololos desvergonzados
que no le teme al amor ni al Covid-19. Distingue caras de nacionales y extranjeros.
Algunos duermen a cabezazos, otros juegan con sus teléfonos móviles y no falta
el filósofo que lee taciturno una obra de Kant. Al terminar su primera canción le
duele ver como un matrimonio de ancianos se pone de pie y abandona el lugar. Se
traga el orgullo. Piensa en su hija. ¡Está dispuesta a entregarse por completo!
Y obtiene su recompensa: al estallar con gloria en el estribillo de su clásico “Ay
güil ólgueys lóbi yú!” ve que un hombre de unos 45 años se le acerca embelesado
por los efectos de la música. Se agacha estando frente a ella y con elegancia deposita
en su sombrero un billete de $5.000 justo antes de que anuncien el cierre de las
puertas del vagón del metro.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Bello, con esa desvergüenza de la habitación la canción de Chico Buarque.. Oh qué será qué será, que cantan los poetas más delirantes, que juran los profetas embriagados, que está en las fantasías más infelices
ResponderBorrarGracioso como siempre, lindo, liviano, sensible y conmovedor.
ResponderBorrarCada día están más interesantes y creativos tus relatos!
Me encantó!!
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