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Remedio

“Tranquila, señora”, afirma el médico. “No es Covid. Su hijo mejorará pronto”. La mujer guarda silencio y lo contempla con desconfianza. La mirada de esa madre le advierte al Hipócrates recién llegado de Santiago que la suya es una ciencia impotente contra los males que achacaban a su criatura. Él también la observa: ella es presa de supersticiones, hija de la barbarie, esclava de una ignorancia inexcusable en pleno siglo 21. “Señora, tenga esto. Le dará a su niño este medicamento tres veces al día. Sí, mañana, tarde y noche. No, sólo esto. Sí, nada más. No hay de qué, señora. También para usted, feliz año nuevo”. Y el galeno, el mejor de su promoción universitaria, cierra la puerta de su consulta, se despide del personal y emprende la retirada directo a su casa. En este pueblucho de calles sucias y multitud de perros vagos no hay arte ni cultura para expandir el espíritu. Al menos dentro de las cuatro paredes de su domicilio todavía puede disfrutar de algunas bondades de Occidente. Llamará a su novia, enviará un video corto a sus padres y leerá su enésima novela hasta ser vencido por el sueño. Y así hasta mañana. Pero el recuerdo de esa madre con su crío a maltraer le perturba la memoria. Trata de expulsar esa imagen, pero fracasa. Ella -tosca y palurda- instaló una carpa en la mitad de su cerebro. Y así pasan los días hasta cuando la vuelve a ver. El espectáculo es desgraciado: ahora ella sí tiene voz, y una que acusa y exige resultados. Él observa al niño. De inmediato lo nota deshidratado, de piel amarilla y sin fuerzas para sostenerse en pie. Le controla los signos vitales. Malas noticias. Y mientras da la orden de que al chico lo trasladen de urgencia al hospital regional, se pregunta para sí cómo es que el medicamento prescrito fue tan inútil. Tiene una sospecha. “Señora, ¿de veras le dio a su hijo tres veces al día el remedio que le entregué?”. “Sí, caballero. Y todo para nada. ¡Esto es culpa suya, doctor!”, reclama ella. Él insiste en su pregunta. “Señora, cálmese, por favor. Sólo dígame algo: ¿cómo es que usted le daba el medicamento a su niño?”. Entonces la madre saca de su bolso el fármaco ¡aun sellado y envasado en su cajita de cartón! El médico no cree lo que está viendo. “Así, doctor, así se lo daba”, dice ella llorando a la vez que toma una mano de su hijo, le abre el puño, deposita allí el medicamento y cierra esos cinco deditos infantiles.

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