La relación se
había vuelto insostenible. Encima, seguía sin hallar las palabras para expresar
su petición concreta. Formado en las ciencias jurídicas se había vuelto un
experto para hablar como habla el legislador. Había perdido la simpleza del
lenguaje común. Cuando sus hijos venían a él a pedirle un permiso –“¡sólo para
ir a la plaza, papá!”- obtenían como respuesta, además de la decisión del
asunto, una larga expresión de motivos. Pero ahora los minutos pasaban con
velocidad y él la esperaba ensayando razones en servilletas de papel. En breve
se abriría esa puerta y ella entraría al café. Entonces se mirarían a los ojos
y, con respeto, él esperaría que su mujer le diera una venia con la mirada para
comenzar su alegato. Él lo haría primero por ser el recurrente. Pensaba ir de
lo general a lo particular, distinguiendo entre lo principal y lo accesorio.
Iba dispuesto a destapar todas las fuentes. Como tantas veces antes, ella lo
escucharía sin comprender en absoluto qué diantre quería comunicarle este alquimista
del derecho que alguna vez le prometió amor eterno. El garzón los interrumpió
para servirles un par de vasos de agua con gas. Le pareció a él que el silencio
reinante era una invitación para conciliar. Volvieron a mirarse. Horario,
minutero y segundero se coludieron para escapar de los relojes y sentarse en
las bancas de la sala a contemplar cómo transcurriría la vista de la causa. De
pronto, afectos añejos se levantaron de sus tumbas. De abajo, muy de abajo,
casi con pereza, el cariño rugía para salir de su privación de libertad.
Arriba, en el café, ambos se desgastaban con elocuentes miradas mudas. Ya no
pudo resistirlo más. Cruzando las fronteras de dos países en guerra llevó su
diestra sobre la de ella. Volvieron a sentir el calor. Cronos prefirió dejarles
a solas. Se derritieron los incisos y los resquicios que atrapaban el sentido
que los unía. Pidieron otro café. Estaban en paz.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Me gusta!!!
ResponderBorrarEsperanzador
ResponderBorrarEste cuento aparece en un momento en mi vida en que justo recuerdo nítidamdnte porqué me separé. Gracias por confirmar.
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