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Café

La relación se había vuelto insostenible. Encima, seguía sin hallar las palabras para expresar su petición concreta. Formado en las ciencias jurídicas se había vuelto un experto para hablar como habla el legislador. Había perdido la simpleza del lenguaje común. Cuando sus hijos venían a él a pedirle un permiso –“¡sólo para ir a la plaza, papá!”- obtenían como respuesta, además de la decisión del asunto, una larga expresión de motivos. Pero ahora los minutos pasaban con velocidad y él la esperaba ensayando razones en servilletas de papel. En breve se abriría esa puerta y ella entraría al café. Entonces se mirarían a los ojos y, con respeto, él esperaría que su mujer le diera una venia con la mirada para comenzar su alegato. Él lo haría primero por ser el recurrente. Pensaba ir de lo general a lo particular, distinguiendo entre lo principal y lo accesorio. Iba dispuesto a destapar todas las fuentes. Como tantas veces antes, ella lo escucharía sin comprender en absoluto qué diantre quería comunicarle este alquimista del derecho que alguna vez le prometió amor eterno. El garzón los interrumpió para servirles un par de vasos de agua con gas. Le pareció a él que el silencio reinante era una invitación para conciliar. Volvieron a mirarse. Horario, minutero y segundero se coludieron para escapar de los relojes y sentarse en las bancas de la sala a contemplar cómo transcurriría la vista de la causa. De pronto, afectos añejos se levantaron de sus tumbas. De abajo, muy de abajo, casi con pereza, el cariño rugía para salir de su privación de libertad. Arriba, en el café, ambos se desgastaban con elocuentes miradas mudas. Ya no pudo resistirlo más. Cruzando las fronteras de dos países en guerra llevó su diestra sobre la de ella. Volvieron a sentir el calor. Cronos prefirió dejarles a solas. Se derritieron los incisos y los resquicios que atrapaban el sentido que los unía. Pidieron otro café. Estaban en paz.

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