Mardoqueo centra su atención en lo que tiene frente a sí.
Toma nota de todo cuanto transcurre a su alrededor. Escribe con fruición. Pasa de
una página a otra en su libreta con la agilidad de un atleta olímpico en una
carrera con vallas. Lo que no observa a la redonda, lo extrae de su memoria. El
baúl de sus recuerdos está repleto: la sala cuna, la cuadra del bloque, el liceo
del barrio y su primer (y único) año de universidad. Lo que no se encuentra retenido
entre los archivos de su pasado, lo infiere: comienza a reflexionar y sacar
conclusiones. La gente que pasa por su lado lo ve tan concentrado y alegre en
lo suyo que hasta siente envidia de él. ¿De qué escribe? ¿A quién le escribe?
Sólo toca especular. El lustrabotas, sentado a ras de suelo, lo tiene claro: “ese
hombre está enamorado”. El quiosquero, desde su minúscula ventana, lo observa y
piensa: “estará redactando su renuncia al trabajo”. La gitana de la esquina
cavila: “de seguro se le aclaró su futuro”. Y el perro negro que se rasca sus
pulgas con frecuencia da tres giros en torno a su eje para seguir durmiendo a
los pies de Mardoqueo. Pasada una hora de escritura (placentera, furiosa) se levanta de su asiento. Estira sus brazos al máximo como quien se
despereza por las mañanas. Con las palmas abiertas de sus manos se limpia el
trasero de lo que haya podido pegársele en esa banqueta callejera. Y con su
libreta bajo el brazo, echa a caminar con calma sin saber a dónde va. A su paso,
los transeúntes lo contemplan con reverencia. Piensan todos: he ahí un hombre
pleno, realizado, feliz.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Reconfortante...
ResponderBorrarOh la simplicidad..
ResponderBorrarQue bueno!
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