“¡Peralta! ¡Apúrate, hombre!” - gritó el comisario. “¡Encontramos
el cadáver!” - siguió diciendo su jefe. El inspector entró a la oficina para
recibir instrucciones de su superior. Se le encomendó revisar el sitio del suceso.
“Toma, Peralta. Aquí tienes la autorización judicial para echar abajo la casa
si fuera necesario. El fiscal espera tu informe para esta noche”. Y sin más,
Peralta partió a eso del mediodía. Estaba acostumbrado a la calle y con éste,
los muertos de la semana sumaban tres. Cuarenta minutos después ingresaba al
domicilio donde fue hallada sin vida aquella mujer misteriosa. Las horas pasaban
y el detective era meticuloso: tomaba nota de cuanto sirviera para verificar rastros
de violencia. Nada. Todo se hallaba en orden. O era el crimen perfecto, o un suicidio
ejecutado con limpieza, u otro caso para engrosar las cifras de la muerte
natural. Al atardecer Peralta había descartado la acción de terceros y no había
indicios de una autoaniquilación. Se disponía a salir de regreso a su cuartel
cuando sus ojos tropezaron con un set de hojas manuscritas por ambos lados. La
caligrafía impecable y los papeles, perfumados y de distintos colores. Leyó de
principio a fin con curiosidad. “Espero salir pronto de esto”, se afirmaba en la
primera línea del documento. “Espero que dentro de poco volvamos a vernos”, “espero
que sepas perdonarme”, “espero que podamos realizar el viaje tantas veces
postergado”, “espero de una vez por todas acabar la novela que me prestaste
tres años atrás”. Y así los papeles seguían sumando anhelos por conseguir: espero
cambiar, espero terminar, espero volver, espero tu llamada, te espero. “Peralta,
¿qué te pasa, hombre? Ya no sé qué decirle al fiscal. Me insiste que no tiene
todo el día. Me exige que ahora por lo menos le informe de palabra la causa de
muerte”, era la voz del comisario reclamándole a Peralta resultados concretos
contra reloj. “Ah, sí, jefe. Disculpe la demora. Mire, dígale al fiscal que la señora
murió aplastada por el peso de la esperanza”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Que gran remache, impecable frase final. Me gustó un cuento policial que termine de forma tan existencialista.
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