Volgogrado parece una ciudad atrapada en el tiempo. Quien
antes haya estado por aquí, digamos a modo de ejemplo, el año 2000, y tenga hoy
la oportunidad de recorrer sus barrios periféricos, constatará que las cosas
siguen estando tal como las dejó 21 años atrás. Una vez acabada la batalla de
Stalingrado y reconstruida de nuevo desde cero, la ciudad quedó como
petrificada en una fotografía color sepia. Fue necesario volver a poblar la
tierra, quitar escombros y reedificar. Y así fue. En los años cincuenta se
levantaron edificios que siguen hoy en pie: moles de cemento y fierro que todavía
resisten con porfía. Han pasado decenas de inviernos nevados y veranos
calurosos y, claro, las cosas se van desgastando. Se pueden hallar parques diminutos
donde alguna vez los niños del barrio bajaron a jugar (columpios, refalines y
subibajas). Hoy esos juegos son evidencias ante el tribunal de cronos: el metal
está oxidado, la madera agrietada y la pintura descascarada. Creció la maleza y
ésta, ladrona como pocas, se fue comiendo las plazoletas y los puntos de
encuentro. Y las bancas siguen estando ahí, aunque sólo sea para cuando las palomas,
los cuervos y las golondrinas quieran usarlas como aeropuerto de provincia.
¿Triste? Es como contemplar un elefante cansado que anda buscando un lugar donde recostarse,
cerrar los ojos y dejar de mover su trompa. Pero hay también otras cosas
inmunes al cambio. Nada supera al placer del minuto veraniego compartido en la
calle con amigos de antaño. Entonces el calor se aplaca con el kbáz frío vendido
en la esquina por una abuela de ojos azules y el hambre, con uno de esos shabermas
enrollados por las manos tatuadas de un joven que sabe sonreírle al extranjero.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Saludos
ResponderBorrarHuiiii, que bien me acuerdo de esos shabermas! También de los edificios desgastados por "Cronos." Historia en Volgogrado de victorias muy costosas--pero necesarias para los que hoy viven allí...y recuerdan...y añoran que nunca se repita.
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