Llegó el día cuando al paciente de la 3.16 le dieron el
alta. Una enfermera entró a la habitación común y le dijo: “Vamos”. Él se
levantó de la cama y le fue siguiendo las pisadas. Ella consideró que bajar por
las escaleras sería mejor que hacerlo por el ascensor (prueba de fuego para él).
En los pasillos se fue topando con otras enfermeras y auxiliares: todas ellas
vestidas como cosmonautas, dejando ver sólo sus ojos detrás de aquellas
antiparras sin pretensiones estéticas. Tras cada paso de sus pies, el sujeto
se goza como uno que sabe que no hay botín de guerra más preciado que la propia
vida. ¿Para qué buscar grandes cosas en momentos cuando la humanidad entera aún
se debate con un mal extraño? En pocos minutos estará de nuevo en la calle. Aturdido,
pero agradecido, respira y su conciencia le susurra que estar vivo es un
milagro. ¿Qué te llevas en la memoria, sujeto? ¿La cara del viejo afiebrado que
se agitaba en la cama del lado? ¿Los ojos locos del paciente que recorría los
pasillos como recordando que en ese lugar la muerte juega de local? Afuera su mujer
lo espera. Cruza el umbral de la puerta de salida del hospital y la mira. La
encuentra hermosa. La abraza. La aprieta. Se resiste a soltarla. Entiende que
ese contacto con ella no es obvio ni evidente. Bien pudo no haber vuelto a ocurrir.
A bordo del auto del amigo que lo fue a recoger para llevarlo de regreso a
casa, mira por la ventana: nada nuevo, nada insólito, lo mismo de siempre. Pero
al sujeto se le hace como que está viviendo en un mundo encantado. Hasta ese
perro vago que se deja ver entre los peatones, se le representa como una obra
de arte: es un animal perfecto. En casa, sus hijas son las mismas niñas que
dejó unos días atrás. Pero él hoy las ve radiantes. No le ofenden sus gritos
cuando las oye discutir por un capricho. Las abraza, les besa la frente, se niega
a dejarlas escapar. Las chicas le pierden la paciencia y no entienden a qué
viene tanta pasión. Horas más tarde está a solas en la cocina. Lava la loza: el
agua, la esponja, el detergente y los platos son viejos conocidos. Mas el
sujeto experimenta el lavado como una fiesta. ¡Está vivo! Tendrá todavía que
volver a coordinar la cabeza con el resto del cuerpo (el Covid sabe dónde
golpear). Pero habrá tiempo para eso. Mientras tanto, él repite su estribillo: “¡Señor, estar
vivo es extraordinario!”
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Me alegro mucho por tu recuperación Franz y fue muy grata también la presentación del libro, que espero con ansias llegue pronto. Saludos desde la humilde localidad de Puente Alto.
ResponderBorrarQue bella y real reflexión. Imagino tal tú lo cuentas porque vivir es un milagro. Adelante queda mucho por recorrer
ResponderBorrarEsperamos muchos cuentos más. Desde Viña del Mar con amor.
Aquí si que tiene material para toda una Vida querido Profesor. Cuidese que todavía necesitamos sus historias, me alegro que pueda sentir el calor del Sol, el frío de un amanecer y una caricia, y la mano de Dios. Lo demás viene por añadidura.
ResponderBorrarEs bueno tenerte de vuelta y que esto quede en una enseñanza
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