Cayó de bien alto. Su nido se hallaba sobre el techo del quinto y último piso del edificio. Sus alas no se desplegaron. Su instinto de supervivencia fue insuficiente. ¿Dónde estaba mamá? El golpe fue certero. No rebotó al estrellarse contra el cemento del paseo peatonal. Quedó volteado sobre su columna, mirando hacia el cielo. Fue notorio el sonido que produjo cuando su cuerpo absorbió el impacto. Al instante comenzó a abrir su pequeño pico. Los suyos fueron gritos mudos. A los segundos, sus ojos se cerraron. Allá por lo alto volaban decenas de golondrinas. Aquí abajo, a ras de suelo, varias palomas estacionadas fueron testigos de la caída. Los transeúntes advierten la presencia del diminuto cadáver y se cuidan de no pisarlo. Un grupo de niños se detiene a mirarlo. Una señorita se agacha y se pregunta con su teléfono en la mano si tiene sentido intentar algo. Son recién las ocho de la mañana y en Volgogrado el sol del verano se halla encendido por sobre los treinta grados. Todo es luz y calor: nada de sombras ni brisas que refresquen. Los perros del barrio, con chip en sus orejas y entretenidos en morderse unos a otros, aún no se percatan de la criatura fallecida. Un trío de gorriones salta y sobrevuela el sitio donde aquella vida animal acaba de extinguirse. Una señora que trabaja en el minimárket del frente sale a barrer la calle con su escoba de mijo y una pala plástica de un anaranjado chillón. Ella recoge todo lo que sea basura y lo va vertiendo dentro de una bolsa nylon de color negro y tamaño gigante. Los restos del pichón van a mezclarse con los otros desechos. Avecilla, estas letras no redimirán tu suerte, pero quizás te hagan volar un rato en las mentes de quienes al leerlas imaginen tu existencia.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son ...
Que ternura para describir los sucesos solo en la mente de un artista. Lo que para algunos es cotidiano y trivial. En este caso, conmueve los sentidos. Gracias por que de lo cotidiano también podemos sacar belleza para el alma.
ResponderBorrarVeo que Volgogrado lo inspira querido Profesor. Su encuentro cercano con don Covid lo llevó a un nivel más profundo, ciertamente.
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