Está borracho. Igual que ayer. Comenzó a beber siendo joven. Hoy sobrepasa los setenta y lo sigue haciendo. No puede detenerse. Aun así, me insiste para que acepte su invitación. Trae bajo el brazo su tablero y, dentro de una bolsa de tela, sus piezas de madera de gran tamaño. Recuerdo aquellos dameros minúsculos que usaban mis compañeros del colegio para jugar en los recreos. ¡Incomparable! En esta partida se aprecian peones del tamaño de los meñiques de mis manos, reinas de la altura de mis índices y reyes que sobrepasan la longitud de mis dedos cordiales. Juzgo a simple vista y canto victoria: nada más fácil que tomar ventajas sobre quien tiene la conciencia intoxicada. Me siento ganador. Pero el hombre aquel sabe lo que hace: el vodka que inunda su cerebro no le impide desplazarse por el campo y comerse mis jugadores respetando las reglas. No puedo imputarle manejo en estado de ebriedad ni conducción bajo los efectos del alcohol. Aquí, ebrios y sobrios pesan lo mismo. Él no compren
Historias corrientes que pueden estar sucediendo en este preciso momento en cualquier lugar del mundo.