Está
borracho. Igual que ayer. Comenzó a beber siendo joven. Hoy sobrepasa los setenta
y lo sigue haciendo. No puede detenerse. Aun así, me insiste para que acepte su
invitación. Trae bajo el brazo su tablero y, dentro de una bolsa de tela, sus piezas
de madera de gran tamaño. Recuerdo aquellos dameros minúsculos que usaban mis
compañeros del colegio para jugar en los recreos. ¡Incomparable! En esta partida
se aprecian peones del tamaño de los meñiques de mis manos, reinas de la altura
de mis índices y reyes que sobrepasan la longitud de mis dedos cordiales. Juzgo
a simple vista y canto victoria: nada más fácil que tomar ventajas sobre quien
tiene la conciencia intoxicada. Me siento ganador. Pero el hombre aquel sabe lo
que hace: el vodka que inunda su cerebro no le impide desplazarse por el campo
y comerse mis jugadores respetando las reglas. No puedo imputarle manejo en
estado de ebriedad ni conducción bajo los efectos del alcohol. Aquí, ebrios y
sobrios pesan lo mismo. Él no comprende mi español, mas se las ingenia para que
le traduzcan el verbo думать (dúmatye). El ruso éste aprende rápido mi lengua
y, contento, me grita a la cara: “¡piensa!”. Mientras afuera, y pese a que el sol
brilla desde hace rato, el gallo de la casa sigue cantando (¿será que el ave
imita la intemperancia de su amo?), aquí adentro mi rey negro recibe su segunda
amenaza directa, “¡jaque!”. Escucho el aviso con vergüenza y le regalo un nuevo
respiro a mi asustado monarca. Mi contrincante razona y mueve sus fichas muy
deprisa: no me deja tiempo siquiera para celebrar el funeral de mi reina. De
nuevo me grita (y en español) “¡piensa!” ¿Que piense qué? ¿Que estoy perdido,
que la vida no es chacota, que me toca pagar el precio de mis decisiones? Desde
su embriaguez cotidiana, mi amigo porfía que espera más de mí. Me hace saber que
lo estoy desilusionando. En breves instantes lo oiré exclamar en su acento
natal: “¡mate!” Esa noche me voy a dormir con la mente despejada (ciudadano
ejemplar, hombre probo, buen padre de familia), pero atolondrado por la masacre.
A la mañana siguiente, en la cocina, me preparo un café de grano extrafuerte. Estoy
por llevármelo a la boca para tomar el primer sorbo cuando en eso entra el
dueño de casa. Todavía expele su tufo. Se tambalea, me mira con sus ojos rojos
y lanza molesto un breve discurso que luego alguien me traducirá: “El abuelo te
advierte que el café es malo para la salud”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Si no es café colombiano no podrás dúmatye
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