Ir al contenido principal

¡Buses! (Thoreau)


Por el cine llegué a la poesía y por la poesía llegué a los buses del Transantiago. ¿Que cómo fueron las cosas? Pues, así como aquí se las cuento. Era un adolescente cuando vi la película “La sociedad de los poetas muertos”. Usted la recuerda, ¿verdad? De ella olvidé casi todo, pero en mi memoria se grabó un verso (perdone lo poco). Se grabó, eso sí, como uno de esos recuerdos tramposos que mezclan hechos reales con ciertos acomodos de la imaginación. “Me fui a los bosques porque quería mamar la sabia de la vida”, era lo (único) que quedó escrito en uno de los archivos de mi memoria juvenil (y así me lo repetí por mucho tiempo en el silencio de la mente). Años después, y gracias a la internet (bendito sea el Google), llegué a la cita completa. Me percaté entonces que mi recuerdo era una frase mutilada. Investigando descubrí que ese verso era apenas un extracto de un poema escrito por Henry David Thoreau. Cuando lo tuve frente a los ojos (al poema, no al poeta) mi alegría fue total. ¿Que por qué estaba tan contento? Vea, si con lo poco que recordaba ya había gustado algo de verdad y belleza, ahora, que disponía del verso completo, sentí -además de la piel de gallina- que el universo se hacía algo menos misterioso y más atractivo. ¿Sabe de qué poema le estoy hablando? De éste: Caminé por los bosques porque deseaba vivir con sabiduría, para enfrentarme sólo a los hechos esenciales de la vida, para comprobar si era capaz de aprender todo lo que ésta podía enseñarme, y para no descubrir, a punto de morir, que no había vivido”. ¡Tremendo! ¡Notable! Cuando esas líneas saltaron del papel y me poseyeron, descubrí un túnel que me llevaría directo hacia el meollo de la existencia. No, me quedo corto: me sentí como el profeta Elías cuando fue arrebatado en un carro de fuego y llevado de la tierra al cielo en un vuelo sin escalas. El poema de Thoreau se me abrió cual invitación para acudir en persona a un lugar donde todo estuviera pasando y, una vez allí, disponerme a aprender. ¿Que usted ya no tiene tiempo ni ganas para aprender más? Espere: aún no he terminado. Me explico mejor: el poeta está apostando a un aprendizaje por la vida misma, no por libros ni profesores. ¡Cómo cambia la cosa!, ¿no es cierto? Y conste: no es un llamado solapado a renunciar a la academia, secuestrar a los tutores ni incendiar las bibliotecas (por favor, quítese la capucha y apague la mecha). ¡Nada de eso! El punto es otro. Ante todo, lo obvio y evidente: no es lo mismo gritar un gol desde la galería del estadio que estar abajo, en la cancha, con la pelota en los pies (¡y la risa en la boca!) batiendo al arquero.

¿Y qué tiene que ver Thoreau con los buses del Transantiago?

Mucho, muchísimo. Si para él fueron los bosques sus verdaderos maestros, en mi caso, un animal urbano con tendencia a la melancolía, fueron las micros -con sus choferes, pasajeros y recorridos de colores- las que se encargaron de demostrarme que la vida, con toda su fragilidad e impredecibilidad, era algo por lo que valía la pena gastarse entero. Es más, le diré mi secreto mejor guardado: aprendí a subirme a los buses aun cuando no tuviera un rumbo fijo ni fuera a cumplir una tarea. Sí, usted leyó bien: no siempre abordé los buses para llegar a tiempo al colegio con mis hijas o trasladarme de mi casa al trabajo. ¿Le estoy desilusionando? Es que tengo que confesar que decenas de veces me allegué a los paraderos (aun hallándome dentro de mi jornada laboral), detuve buses con mi pulgar en alto y me subí a ellos sólo para contemplar, como un espectador que paga su entrada al teatro, el mundo que había adentro. (A su pregunta: no, mi jefatura nunca lo supo. ¿Será porque nunca echaron de menos mi presencia?).

De tanto subirme al transporte público, aprendí que una cosa es escuchar una canción romántica y otra bien distinta es ver a esos dos amantes que, a falta de otro sitio donde fundir sus cuerpos, se acoplan el uno al otro, así como que no quiere la cosa, en los asientos traseros de los buses. No será un balcón ni una alcoba, pero allí están esas dos almas, prestas a expresarse su ternura y pasión. Venciendo mi pudor, podría seguir desclasificando. Pero callaré. Conviene mantener la compostura.

¿Sabe qué? Después de los miles de kilómetros acumulados de tanto viajar en buses por Santiago, compruebo que tiempo me faltaría para dar cuenta de los discursos dramáticos que escuché aquí, allá y más allá. Vi subir a hombres con una labia tal, que eran capaces de hacer llorar a los más indolentes y luego, con la emoción a flor de piel, pasaban puesto por puesto pidiendo una moneda. Excluyo a los que jugaron limpio y respetaron las reglas (son pocos, pero los hay). Aquí apunto a esos que fingiendo (¡y fungiendo!) de enfermos, cesantes y pobres, acabaron volviéndose expertos en alucinar a sus oyentes a punta de historias desgarradoras. ¡Madre mía! Vi tantos billetes irse tras esos maestros de la explotación de la ignorancia que, si los sumara, bien podría subvencionar los almuerzos en un par de jardines infantiles por un año y más.

Déjeme contarle otra cosa. Estoy convencido que Thoreau habría disfrutado de un espectáculo musical a bordo de una cuncuna del Transantiago. ¿Logra ver la imagen? Una cuncuna metálica, veloz y saltarina, porta dentro suyo, digamos, a una banda de cumbia, mambo o chachachá. ¿Ha notado usted el influjo de la música tropical? Los acordes de los instrumentos, junto al canto que fluye de las gargantas gastadas, terminan convenciendo al más escéptico de los caballeros e, incluso, a las damas más elegantes. Es que no hay coraza de formalidad que se resista al calor caribeño.

Y claro, usted tiene razón: lo mismo sucede cuando uno coincide con uno de esos comediantes callejeros que irrumpen durante el viaje para comentar la realidad nacional resaltando sus ridiculeces y contradicciones. Algunos son muy buenos. Véalo nomás. Mire cómo ese señor de terno y corbata trata de aguantarse la risa para no parecer chabacano, pero, aunque se muerda los labios, terminará soltando una carcajada excitado por los chistes y las parodias del humorista. (¡Ojalá no relaje el esfínter!)

Y aún hay más. Un autobús del Transantiago es un templo a las libertades. ¿Lo había pensado? Véalo así: si usted, igual que Thoreau, decidiera movilizarse y verificar por sí mismo cómo operan las cosas en la realidad, comprobaría que al interior de una micro (no importa su número ni su recorrido) se practica aquello que los abogados predican. ¿Que cómo es esto posible? Muy sencillo, fíjese. Si es cierto que, tal como lo aseguran las constituciones políticas y los tratados internacionales, las personas tienen derecho a la libertad ambulatoria para desplazarse de un punto a otro en el espacio, pues entonces, dicha libertad es practicada de forma real e intensa apenas uno aborda una micro. Si Aristóteles viniese ahora mismo a terciar con nosotros nos recordaría que el movimiento es algo esencial en la naturaleza humana (“hijos míos -nos diría él-, basta contemplar una planta de macetero para sentir la dicha de ser humano”). Pero, a diferencia de ciertos animales veloces (“pensad, por ejemplo, en los caballos, gacelas, guepardos o halcones peregrinos”, acotaría el filósofo con su índice señalando a las fieras), al común de los mortales nos toca admitir que no somos Usain Bolt corriendo los cien metros planos (ya imagino el hashtag: #YoTampoco). ¡Eureka! Sí, somos lentos, nos cansamos, nos torcemos los pies, nos duelen los callos y los juanetes y, para colmo, en ocasiones nos extraviamos y no llegamos a destino. Son los buses, entonces, los que vienen en nuestro socorro. En ellos trascendemos nuestro propio metro cuadrado y nuestras limitaciones, salimos del espacio conocido y, en cuestión de minutos, estamos próximos a cruzar los límites comunales. Y al desplazarnos de un lugar a otro no sólo descubrimos el tamaño del mundo, sino que ejercitamos una facultad esencial: ¡quien no se mueve, se muere!

¿Y qué me dice usted de la libertad de expresión? Una cosa es leer textos jurídicos sobre el derecho a comunicar las ideas mediante la palabra que se habla, el peinado que se usa o la ropa que se viste, y otra -práctica, real y concreta- es subirse a un bus -como haría Thoreau- para verificar en terreno el tamaño de esta libertad. Veamos. Sin ser indiscreto ni chismoso, mientras uno recorre el pasillo del autobús (con la oreja semi parada) va tomando nota de una serie inagotable de temas de conversación: política, deportes, amor y negocios, por decir algo apurado. Hay quienes hablan con timidez, otros se apoyan en muletillas y groserías, y no falta ese que les grita a todos -mientras habla por teléfono- qué fue lo que hoy almorzó y lo que está sintiendo (¡en el secreto de su corazón!) por su compañera de oficina.

Y lo mismo vale para la libertad de conciencia. Los buses vienen siendo verdaderos lugares sagrados en donde ateos y creyentes (recordemos también a los agnósticos), yendo de camino a casa, discuten sobre la existencia de Dios y la veracidad de las Escrituras. Estas reflexiones sobre preguntas importantes (¿de dónde venimos?, ¿para qué estamos aquí en la tierra?, ¿será que esa conducta nos está permitida o prohibida?, ¿es qué habrá algo después de la muerte?) son gatilladas cuando, entre otros, suben al autobús un miembro de una escuela Hare Krishna o un predicador del evangelio de Jesús de Nazaret. Esto pone a los pasajeros en posición de pensar y persuadir frente a su interlocutor. “Oye, Lucho, ¿será que de veras somos descendientes del mono?”, u, “oye, Feña, ¿qué sentido tiene vivir si día a día uno siempre halla un nuevo dolor y otra razón para sufrir?” Y ahí tendrán entonces, don Luis y doña Fernanda, que arreglárselas para ver cómo salen de esas encrucijadas (y todo esto mientras con una mano se afirman del tomador y con la otra agarran la bolsa del pan que llevan a casa para tomar once).

Sí, el poeta Thoreau habría gozado dentro del transporte público. Más que disertar con tono docente frente a la pizarra sobre la libertad, igualdad y dignidad humanas, mejor sería -nos habría aconsejado- disfrutar de una hora de viaje en un bus del Transantiago. En hora punta, y en trayectos de alta demanda, las micros pueden repletarse con una gama de seres distintos entre sí. Véalo. Nacionales y extranjeros respirando el mismo aire y sudando por igual sin importar el color de la piel. Videntes y no videntes enfrentados al desafío de saber dónde bajarse para no pasar de largo ni tener que caminar cuadras de regreso. Enamorados y heridos pueden coincidir en esa intersección movible que mantiene unidas las dos partes de la cuncuna que corre por Santiago. ¿Y se ha puesto en los zapatos del chofer? Él ve transitar delante de sus ojos a calvos y punks, anarquistas y carabineros, marxistas y capitalistas, cultores de Illapu y amantes de Beethoven. Y a todos los deja abordar por la misma puerta. Dígame si esto no sirve como un ejemplo de una sociedad plural. Aristóteles, ¿piensa usted que el mundo interior del bus ilustra el valor de la democracia? Y ojo: lo que se produce dentro de la micro no es sólo una mera adición de cuerpos (uno al lado del otro como si fueran pescados envasados). No, en el pequeño universo de un autobús la democracia es puesta a prueba no en sus aspectos formales, sino que en los más sustantivos: ¿Le pedimos al chofer que suba el volumen de la radio si se trata de un partido de la selección de fútbol?, ¿Qué pasa si ese jovencito, sano y robusto, se niega a darle el asiento a la abuela encorvada que viaja de pie a su lado?, “Señora, ¿le molesta si abro la ventana?” Éstas son interrogantes que, como en toda democracia, urge resolver junto a los otros - ¡no en solitario!  

Por otro lado, los buses metropolitanos ofician también como tribunales populares. Sí, esto es algo peliagudo, pero a la hora de las verdades, toca reconocerlo. Y es que hay momentos cuando la autotutela resulta ser la única opción. No en vano aquella señorita que descubrió flagrante al carterista que iba por su billetera, lanzó el grito de su vida y se la jugó por clavar sus largas uñas en la cara del fulano. Acto seguido, vinieron en su auxilio un par de mastodontes que, poniéndole las manos encima al ladronzuelo, lo hicieron clamar al cielo por clemencia. ¿Se da cuenta? Son esos instantes cuando se hace difusa la frontera entre la justicia y la venganza. Note usted cómo ese infractor tuvo el mérito de sacar al justiciero que cada pasajero llevaba dentro de sí. (Y de no ser por la intervención oportuna del viejo sabio que aún tiene voz, la liga de superhéroes recién creada habría acabado con la historia del autor de la fechoría).

Y es que, si no existen mundos perfectos, ¿por qué dentro de las micros no habrían de suceder chambonadas? Así, sólo resta aceptar que estando a bordo del transporte público lo que no existe es privacidad total. Al menos no toda la que se quisiera aquella señora que conversa por teléfono a viva voz con su amiga, sabiendo que el resto de los pasajeros oirán hasta los detalles más íntimos del asunto. Es también lo que sufre aquella chica que revisa en su móvil la galería de fotos resignada a que los ojos de quienes vienen a sus espaldas se entrometan curiosos y fisgones (“uy, está lindo mi guatón”, “éste es mi gato Malulo”, “y este desgraciado, ahora es mi ex”). Sí, he aquí el antiguo dilema de quién está leyendo el diario: ¿el que lo tiene entre sus manos o aquel que desde el frente no le quita los ojos de encima? En fin.

Regresemos a la belleza. Las ventanas de los buses permiten apreciar el paisaje urbano. Lo sublime de los Andes en un día de invierno después de la lluvia (sabe de qué hablo, ¿verdad?), le regala a Santiago un espectáculo -hermoso y gratuito- que puede ser presenciado casi desde cualquier rincón de la ciudad. Esos días de cordillera nevada y aires despejados son instantes de gracia celestial. Uno sale a la calle con reverencia y gratitud. La vorágine del día tendrá que esperar siquiera por unos segundos o, incluso, un par de minutos. No hay por dónde perderse: más importante que chatear, tomarse una selfi o ver un video, es saber dirigir los ojos, la conciencia y la voluntad hacia esa cadena montañosa cubierta de un blanco absoluto. Y ahí va el pasajero dentro del bus, asombrado, con su bufanda alrededor del cuello y su gorro en la cabeza, observando a través de los ventanales, en silencio, esa maravilla de la naturaleza. ¡La creación se sigue regalando a la humanidad! ¡Admirable! Uno queda dominado por un sentido de la humildad que lo lleva a exigir menos y agradecer más. ¿Verdad que sí, Thoreau?

Los bosques fueron para el poeta de Massachusetts como libros abiertos que le explicaron de qué trataba la vida. Él no quería sufrir el terror de darse cuenta al momento de su agonía que nunca vivió de verdad.

Y, Thoreau, los buses metropolitanos, ¿son también como libros de textos? ¿Hay en ellos lecciones vitales que pueden ser aprendidas?

“Sí, claro que sí”, dicen que dijo. “Cada vez que ingreses a uno de ellos, bueno sería que abrieras la mente y despegaras la vista del móvil. Tantas redes sociales podrían robarte la sabiduría que, como flor de invernadero, puedes hallar dentro de las máquinas del transporte de pasajeros”. 

Comentarios

  1. Me hiciste acordar del cuento "El guardagujas", de Juan José Arreola...

    ResponderBorrar
  2. Gracias por la narrativa , cada vez que lo leo , siento que estoy arriba y dentro de un bus !

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó