Despertó
sobresaltado. El señor Buendía tuvo una malísima noche. Soñó que un
grupo de encapuchadas vestidas de negro lo secuestraban cuando, de camino a su
tribunal oral penal, silbaba contento bajo el calor del sol. Esas oníricas mujeres
sin rostro lo subían a un helicóptero y lo alejaban de la ciudad. En los minutos
de vuelo se quitaron las capuchas y comenzaron a dispararle miradas en
silencio. El juez las reconoció enseguida: una era la madre del niño hospitalizado
que dejó de respirar asfixiado en su vómito (“se absuelve al médico acusado por
falta de prueba”); otra era la colegiala manoseada en la parte trasera de un vehículo
detenido (“se absuelve al profesor acusado porque la víctima fue incapaz de
reconocerlo en la sala de audiencia”); y aquella última era la abuela asaltada
por una pandilla de adolescentes (“se absuelve a los encartados por no haberse
formado este tribunal, más allá de toda duda razonable, la convicción de que
hayan participado en los hechos investigados”). Entre las tres, así de la nada,
lo cogen por las piernas y lo dejan colgando a punto de caer. El sentenciador, desde
las alturas, observa a lo lejos el tribunal donde trabaja. Se percata que la
sesión ha comenzado sin él. Nadie lo echa de menos, nadie siquiera menciona su nombre.
Las mujeres elevan mucho más la altura de vuelo y al juez lo mantienen agarrado
sólo por el cordón de su muy bien lustrado zapato derecho de cuero marrón. El vértigo
que siente al ver la ciudad invertida, junto a la sangre que le baja a la
cabeza hasta enrojecerlo como tomate, no le impiden defenderse: “¡No, no soy
neutral! ¡Tampoco soy indolente! ¡Y mucho menos un animal irracional!”, alega
mientras pende de ese cordón que empieza a deshilacharse. “¡Entiéndanme bien, por
favor! ¡Soy un juez, no un justiciero! ¡Lo mío es la imparcialidad! ¡Lo inmoral
sería actuar como un verdugo! ¡Sé distinguir entre justicia y venganza!”, grita
el atormentado magistrado. Pero ya es tarde: en ese momento las mujeres, sin
alzar la voz, dictan sentencia por unanimidad. “Culpable. Condenado a caer
desde aquí hasta el techo de su tribunal”, y entonces lo dejan en libertad.
Ellas observan desde arriba a ese cuerpo que, entre las nubes, se va haciendo
cada vez más y más pequeño.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Un juez como de los muchos q nos aparecen en el Libro de Jueces AT
ResponderBorrarInmortales, incapaces, depravados, nunca un ejemplo de virtud. Nada bueno para quien está apartado de la comunión con Dios.
Emocionante y cuantos quisieran que una ficción así se volcara a una realidad.
Felicitaciones!!
En EE.UU. hay muchos helicópteros: bienvenidas "pesadillas."
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