“¡Bájate, perra cul#$%&@!”, le grita a Simona apuntando
el cañón del revólver sobre su frente. Ella no atina a reaccionar. El miedo la
paraliza en fracción de segundos. “¡Sale, te digo, zorrona de la conch#$%&@!”,
insiste él, con voz gutural y gestos escatológicos. Simona despabila y, con la
mente fría, se baja de su vehículo y lo entrega al asaltante. Él convierte sus
manos en garras y con agilidad oprime los senos de su víctima. Ella no logra zafar
y se resigna a ver cómo él, después de tocarla, la suelta con un empujón,
aborda el automóvil y lo acelera con locura. Simona respira hondo. Todavía
petrificada, pero con decisión, se moviliza hacia la comisaría más cercana para
denunciar el hecho. De camino, sufre una contradicción insuperable: apenas una
hora atrás estaba dictando su cátedra universitaria. Hoy le había tocado exponer
sobre el valor de la argumentación racional. Pero eso ya pasó y ahora está aquí
caminando. Su cerebro funciona procesando las impresiones vividas y grabando la
experiencia en la memoria: la notoria adolescencia del ladrón, su destreza en el
manejo del arma, sus labios gruesos y ese ojo izquierdo amoratado y casi cerrado.
Al rato se sienta frente a un carabinero y responde las preguntas de rigor:
fecha, hora, lugar y circunstancias de comisión. Para su sorpresa, cuando se
halla de regreso en su departamento, recibe una llamada. Es de la comisaría. Le
informan que dieron con su vehículo y, por cierto, con el conductor en su interior.
Le piden que se traslade hacia la unidad policial para hacer el reconocimiento
del sujeto. Simona se abriga y sale otra vez a la calle. A la media hora está llegando
de nuevo a la comisaría. Cuando está por cruzar el umbral de la puerta, una
mujer que viste con simpleza y peina varias canas en una larga cola de caballo,
la intercepta. “¡Señorita, se lo ruego: no delate al Braulio! ¡Mi hijo se
equivocó, pero, por favor, no lo eche al agua! ¡Le juro por Dios santo que este
cabro leso nunca más se me volverá a escapar!”, afirma esa desconocida con el
llanto impotente de quien sólo implora clemencia. Simona se mantiene firme, no interrumpe
sus pasos frente a este espectáculo y su apariencia denota que no está hecha para
estos arrebatos sentimentales. Al interior, la recibe el capitán. Le explica el
sentido de la diligencia de reconocimiento y la lleva a observar detrás de una
ventana de seguridad. Ella siente el frío en su cuerpo y advierte la agitación
de su corazón. He ahí el hombre. Sí, es él. Desarmado, esposado y en silencio, se
aprecia como el gadareno liberado de una legión de demonios. “Dama, dígame, por
favor: éste es el tipo que le robó su vehículo, ¿no es verdad?”, la interroga
el capitán con la seguridad de estar haciendo justicia. Simona calla. Mira a su
agresor, traga saliva y meneando con la cabeza afirma: “No, capitán. No es él.
Pero sí les agradezco que hayan recuperado mi automóvil”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Corto coherente y atractivo
ResponderBorrarGracia...Misericordia inesperada e inmerecida. Así es Dios con nosotros.
ResponderBorrarDe acuerdo con David.
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