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Mosquera (2)

Con una torpeza no habitual en él, esa mañana Mosquera volteó su café con leche sobre las páginas de su Biblia. La bebida caliente se fue a mezclar con las lágrimas del profeta Jeremías en sus Lamentaciones. Se apresuró a secarla, pero, ni modo, el sacrilegio ya estaba cometido y el daño, causado. Al mediodía recibió una llamada en su celular. “Murió, Mosquera. Lo supimos recién. Se fue esta madrugada”, fue todo lo necesario para saber que le hablaban del enfermo que había visitado unos días atrás. “¿Dónde quedaron, Señor, mis oraciones por su sanidad?”, se preguntó en silencio. El dolor enmudeció al colombiano. Ese enmudecimiento brutal impuesto por la fuerza de la realidad le recordó el día cuando la PDI le notificó el decreto administrativo que disponía su expulsión de Chile. Esa vez logró zafar por los razonamientos de equidad de la Corte Suprema. Pero ahora se trataba de una muerte. Perturbado como estaba todavía, por la tarde sus vecinos llegaron a la pensión donde duerme por las noches. “Mosquera, por favor, tienes que jugar con nosotros. Eres el mejor y el único parche que nos va quedando”, le dijeron el par de futbolistas. Y con eso, se fueron. El hijo del Chocó, aturdido y todo, armó su bolso. Botines, calcetas, pantalón corto y camiseta. Listo. Llegó caminando a la cancha de tierra. Al instante se encendieron las luminarias municipales. En las galerías, estaban los de siempre: la parentela, los amigos y los patos malos. Mosquera corrió, sudó y sacó aplausos hasta el final del primer tiempo. En el descanso volvió a pensar en el muerto. Su fe estaba tan debilitada como el papel que mojó esta mañana. Comenzó el segundo tiempo. Mosquera seguía brillante. Sumaba vítores y aumentaba la esperanza del triunfo. Los ojos de los niños se agrandaban cuando él hacía magia con la pelota. Y entonces entró al área chica. Iba a patear al arco cuando, desde atrás, un defensa contrario lo derribó con violencia. El dolor de la caída pasó de inmediato al jolgorio. “¡Penal, Mosquera! ¡Penal!”, gritaban sus compañeros con más alegría que consuelo por el dolor que sentía en sus piernas. “Negro, ¡éste es tuyo! ¡Rómpela con todo! ¡En memoria del finado!”, lo alentó su capitán cuando el colombiano ya se alistaba a disparar desde los doce pasos. Mosquera, manos en la cintura, alzó los ojos al cielo, se encomendó a su Salvador y esperó el milagro. Echó a correr. Pateó con furia. La bola cruzó el espacio con la misma elegancia del cometa Halley. Pero el portero, apodado El Pantera, se estiró hasta golpear con el puño el balón y despejar el peligro de gol. Mosquera quedó paralizado. Cinco minutos después trancó con demasiada fuerza al delantero rival. El árbitro cobró la infracción, lo sancionó con la amarilla y ordenó la ejecución del tiro libre. Lo pateó el Chirola y, sí, ese sí fue gol. Un golazo. En breve el juez pitó para terminar el encuentro. De regreso a casa, caminó mirando el suelo. “Señor, ¿dónde estás?”, era su protesta silenciosa. Se duchó con agua fría. No le costó dormirse. Sus músculos seguían resintiendo la lesión que le causaron. Su orgullo estaba herido por ese penal taponeado. Y sus convicciones hacían aguas por los milagros que nunca llegaron. Ese fue el momento cuando un silbo apacible advirtió a su conciencia: “Descansa, Mosquera. Ahora Yo te apapacho”. 

Comentarios

  1. Tantas veces hemos necesitado ser apapachados por el Señor!!!!! Y es tan grato!!!

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  2. Excelente, maravilloso leer algo como esto.

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  3. Así es... Gracia se nos promete a todos, para sobrellevar las decepciones en la vida.

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