Con una torpeza no habitual en él, esa mañana Mosquera
volteó su café con leche sobre las páginas de su Biblia. La bebida caliente se
fue a mezclar con las lágrimas del profeta Jeremías en sus Lamentaciones.
Se apresuró a secarla, pero, ni modo, el sacrilegio ya estaba cometido y el
daño, causado. Al mediodía recibió una llamada en su celular. “Murió, Mosquera.
Lo supimos recién. Se fue esta madrugada”, fue todo lo necesario para saber que
le hablaban del enfermo que había visitado unos días atrás. “¿Dónde quedaron,
Señor, mis oraciones por su sanidad?”, se preguntó en silencio. El dolor enmudeció
al colombiano. Ese enmudecimiento brutal impuesto por la fuerza de la realidad le
recordó el día cuando la PDI le notificó el decreto administrativo que disponía
su expulsión de Chile. Esa vez logró zafar por los razonamientos de equidad de
la Corte Suprema. Pero ahora se trataba de una muerte. Perturbado como estaba
todavía, por la tarde sus vecinos llegaron a la pensión donde duerme por las
noches. “Mosquera, por favor, tienes que jugar con nosotros. Eres el mejor y el
único parche que nos va quedando”, le dijeron el par de futbolistas. Y con eso,
se fueron. El hijo del Chocó, aturdido y todo, armó su bolso. Botines,
calcetas, pantalón corto y camiseta. Listo. Llegó caminando a la cancha de
tierra. Al instante se encendieron las luminarias municipales. En las galerías,
estaban los de siempre: la parentela, los amigos y los patos malos. Mosquera
corrió, sudó y sacó aplausos hasta el final del primer tiempo. En el descanso volvió
a pensar en el muerto. Su fe estaba tan debilitada como el papel que mojó esta mañana.
Comenzó el segundo tiempo. Mosquera seguía brillante. Sumaba vítores y
aumentaba la esperanza del triunfo. Los ojos de los niños se agrandaban cuando
él hacía magia con la pelota. Y entonces entró al área chica. Iba a patear al
arco cuando, desde atrás, un defensa contrario lo derribó con violencia. El dolor
de la caída pasó de inmediato al jolgorio. “¡Penal, Mosquera! ¡Penal!”, gritaban
sus compañeros con más alegría que consuelo por el dolor que sentía en sus
piernas. “Negro, ¡éste es tuyo! ¡Rómpela con todo! ¡En memoria del finado!”, lo
alentó su capitán cuando el colombiano ya se alistaba a disparar desde los doce
pasos. Mosquera, manos en la cintura, alzó los ojos al cielo, se encomendó a su
Salvador y esperó el milagro. Echó a correr. Pateó con furia. La bola cruzó el
espacio con la misma elegancia del cometa Halley. Pero el portero, apodado El
Pantera, se estiró hasta golpear con el puño el balón y despejar el peligro de
gol. Mosquera quedó paralizado. Cinco minutos después trancó con demasiada
fuerza al delantero rival. El árbitro cobró la infracción, lo sancionó con la
amarilla y ordenó la ejecución del tiro libre. Lo pateó el Chirola y, sí, ese
sí fue gol. Un golazo. En breve el juez pitó para terminar el encuentro. De regreso
a casa, caminó mirando el suelo. “Señor, ¿dónde estás?”, era su protesta
silenciosa. Se duchó con agua fría. No le costó dormirse. Sus músculos seguían
resintiendo la lesión que le causaron. Su orgullo estaba herido por ese penal
taponeado. Y sus convicciones hacían aguas por los milagros que nunca llegaron.
Ese fue el momento cuando un silbo apacible advirtió a su conciencia: “Descansa,
Mosquera. Ahora Yo te apapacho”.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Tantas veces hemos necesitado ser apapachados por el Señor!!!!! Y es tan grato!!!
ResponderBorrarExcelente, maravilloso leer algo como esto.
ResponderBorrarAsí es... Gracia se nos promete a todos, para sobrellevar las decepciones en la vida.
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