Lucho no llegó al
entrenamiento de fútbol.
“¡Qué raro!”, comentó
José, el joven profesor de educación física que apostaba por llevar a sus
pupilos por primera vez a un torneo inter-escolar. “Me consta -siguió diciendo-
que su interés de ser parte de este glorioso equipo es genuino. Además, ese
chico tiene una magia en los pies que hará que muy pronto vengan a verlo jugar algunos
de esos buscadores de talentos que ofrecen sueldos millonarios”.
Los chiquillos del
equipo se rieron al advertir que José volvía a exagerar las cosas. Y es que habían
aprendido a conocerlo: él disfrutaba hablarles así para animarlos, para abrirles
el hambre de gloria, aunque todos sabían que formaban parte del equipo con
peores resultados de la liga escolar y jamás (¡ni siquiera en sueños!) habían
llegado a pisar el césped de una cancha para disputar algún torneo importante.
“Bueno. El que sepa
algo de Lucho, por favor, me avisa de inmediato”, concluyó el entrenador. “Y
ahora, todos a sus puestos. Vamos a calentar esos músculos comenzando por dar
dos vueltas a la cancha. ¡A correr!”, y así, con esas últimas palabras de José,
sus muchachos empezaron, entre perezas y quejas, con su jornada deportiva.
Dos días después, en
otro de esos entrenamientos intensivos previos a las clasificatorias, Freddy, un
chico alto que oficiaba como capitán del equipo, le comentó a José que había intentado
llamar por teléfono a Lucho, pero sólo había logrado ser atendido por un hombre
que se presentó como su tío y afirmó que el muchacho estaba castigado por su
mal comportamiento. “Así que olvídense de ver a Lucho de nuevo allá en las
canchas. Mientras este niño de porquería no aprenda cómo tratar a los adultos,
no esperen tenerlo de vuelta con ustedes”, fue el recado enviado por el
supuesto tío de Lucho antes de cortarle a Freddy la llamada.
“Más raro todavía…”,
expresó confundido José al escuchar este reporte de boca del capitán. Del
tiempo que llevaba conociendo a Lucho no había advertido en él rasgos de un mal
carácter ni lo había sorprendido en alguna falta de respeto. “Mmm. Veré si
acaso logro algo yendo a visitarlo a su casa”, agregó el entrenador. “En todo
caso, gracias, Freddy. Y ahora vuelve a la cancha, mira que todavía me debes
esas dos vueltas completas alrededor. ¡Partiste! ¡Corra, capitán, corra! ¡Eso!
¡Así lo quiero ver, capitán! ¡Y más rápido, por favor!”, le gritó José a Freddy
para motivarlo mientras éste se alejaba tomando velocidad.
Durante el fin de
semana José le pidió a Sofía, su novia, que lo acompañara a visitar a Lucho.
“Quiero hablar con él. Estamos por comenzar las clasificatorias y justo ahora
se me desaparece mi goleador”, precisó José mientras le abría la puerta del
copiloto a Sofía para que abordara el carro. Ella, que solía acompañar a José
en sus principales presentaciones deportivas, había ido de a poco conociendo a
los chicos del equipo y, al igual que su novio, también se mostraba interesada por
las vidas y la suerte de cada uno de ellos.
Cuando llegaron adonde
Lucho vivía se hallaron con la sorpresa de que no había timbre ni campana que
les permitiera anunciar su presencia. Desde el portón que daba a la calle
tuvieron que gritar varias veces avisando que estaban allí. Sólo un par de
perros, que comenzaron a ladrar en seguida en el patio interior de la casa,
parecían darse por enterados de la existencia de las visitas.
Después de varios
minutos de gritos y de algunas llamadas sin respuesta al teléfono de Lucho, por
fin, alguien asomó su cabeza por una ventana. De lejos se notaba que era un
hombre adulto (“éste habrá de ser el tío”, le comentó José a su novia). Y,
efectivamente, fue él quien salió a atenderlos y lo hizo sin ninguna amabilidad.
No les permitió pasar, se presentó como la pareja de la mamá de Lucho y, con un
tono rudo y pocas palabras, les hizo saber que no eran bienvenidos en ese lugar.
“Sí, Lucho está en
casa. Pero no pueden verlo. Está castigado. Es un mocoso malcriado. Ustedes ni
se imaginan lo que me está costando hacerme respetar. Se nota que él nunca ha
sabido lo que es tener un padre”, fue todo lo que este supuesto tío se permitió
informarles a José y Sofía antes de cerrarles el portón en la cara.
Ya de regreso y en
dirección a casa de Sofía, José guardaba silencio mientras manejaba su vehículo.
Su rostro reflejaba una preocupación real y era notorio que, por dentro, estaba
rumiando una mezcla de impotencia, rabia y angustia.
“Amor, te conozco bien.
Sospecho lo que ahora mismo estás sintiendo y pensando”, fueron las palabras
con las que Sofía rompió el mutismo. Con su mirada dulce ella le regalaba todo
su apoyo y comprensión. Pero José, algo aturdido todavía, sólo replicó: “esto
me huele muy mal, Sofía. Aquí hay gato encerrado”.
Y así pasaron los días.
De Lucho nadie sabía
nada, salvo que, cuando alguien marcaba su número telefónico, era ese tío suyo
quien respondía del otro lado, siempre con un tono de molestia y con alguna
palabra de reproche hacia el niño.
Comenzaron, pues, las
clasificatorias y Lucho estuvo ausente. Los dos primeros partidos acabaron con
resultados amenazadores para los sueños de (¡siquiera!) imaginar un cupo para
el torneo interescolar. En el primer partido los pupilos de José salieron
derrotados por seis tantos contra cero y, en el segundo encuentro, el desastre
acabó con un categórico ocho contra uno (“bueno, por lo menos hoy marcamos uno”,
les decía José a sus desmotivados jugadores en la intimidad del camarín).
En las vísperas del
tercer encuentro, y para sorpresa de todos, Lucho llegó hasta el lugar del
entrenamiento. La alegría de sus amigos al verlo duró cuestión de segundos.
Detrás de él venía el mismo hombre amargo a quien José recordaba con claridad cerrándole
el portón en la cara. Lucho venía sin su ropa deportiva. Vestía un par de jeans
y un polerón de lana.
Cuando Lucho aún estaba
caminando para acercarse donde estaban todos, José pudo percatarse que su
querido goleador se desplazada con cierta dificultad, como si estuviera
cojeando de un pie.
“Vengo a despedirme,
profesor”, fueron las únicas palabras que el niño se atrevió a decir cuando
estuvieron frente a frente. José no tuvo tiempo de preguntar nada cuando ya se
imponía esa voz fuerte y sin modales del tío: “lo que Lucho quiere decir es que
ya no volverá a entrenar. Y sólo para que no me llore más le he dejado que
venga verlos por última vez. Le estoy enseñando que los hombres no lloran, pero
parece que él le costará entenderlo”.
El joven entrenador
tenía frente a sus ojos un cuadro inusual: Lucho, un chico que antes sabía reír
de buena gana, en especial cuando celebraba sus goles en los entrenamientos,
ahora se mostrada rígido, tímido y callado, y, encima, a su lado tenía a este
nuevo tío, un hombre áspero, que ni lo dejaba hablar por sí mismo.
José, sin pensarlo
mucho, y dirigiéndose a su muchacho, le consultó con voz firme: “Lucho, dime la
verdad, ¿estás bien?”.
“Claro que el niño
está bien, profesor. ¿Acaso usted no lo está viendo? No sea ridículo, oiga, y déjese
de preguntar tonterías. Despídase de Lucho de una vez por todas. Y hágalo
rápido y sin lágrimas”, espetó con violencia el tío.
Como Lucho no se movía
ni decía nada, y José demoraba en digerir lo que estaba sucediendo, el hombre
tomó con fuerza la mano del niño y con voz ruda le instruyó: “vámonos, chico. Se
acabó. Tu madre nos espera en la casa. Y no se te ocurra llorar”.
José quiso interrumpir
esa retirada, pero ese tío de nuevo se impuso de forma agresiva: “Profesor, no
se meta en vidas ajenas. Mejor dedíquese a hacer bien su trabajo. He sabido que
sus resultados son cada vez peores. Y en vez de mirarme con esa cara, agradézcame
la generosidad de haberle permitido a este mocoso malcriado venir a verlo por
última vez”.
Esa noche, a solas en
su departamento de soltero, José no pegaba las pestañas. Estaba dolido, molesto
e iba confirmando sus sospechas. Antes de dormirse, le envió un mensaje de
texto a Sofía: “Amor, necesito que mañana volvamos a ver a Lucho. Pasaré a
buscarte temprano”.
Y así fue.
De nuevo, iban los dos
a esa casa habitada por un ogro que, desde su llegada, no sólo le había robado
al equipo de fútbol una de sus mejores estrellas, sino que había cometido algo
aún peor: le había robado a Lucho la alegría de vivir.
Ni bien se bajaron del
automóvil cuando, a pesar de los ladridos de los perros que detectaron su
presencia, Sofía y José oyeron con claridad los gritos de una mujer angustiada:
“¡Suéltalo, Ramón, suéltalo! ¡Es mi hijo! ¡Te digo que sueltes al niño!”
Estaba claro: Ramón era
el nombre de ese tío, quien ahora estaba mostrando quién era en realidad.
José y Sofía se
decidieron a entrar para impedir que continuara lo que habían escuchado. Gritaron
desde la calle anunciando su llegada, pero lo único que lograron fue que de
pronto las voces que había dentro de la casa se acallaron por completo. Sólo
los perros siguieron ladrando.
“Sofía, tú quédate
aquí afuera y marca de urgencia a la policía. Yo veré la manera de entrar”, afirmó
José y al instante comenzó a trepar el portón. Le costó, pero al final logró
saltar y cayó dentro del patio interior. Los perros se le acercaron mostrándole
los dientes, pero él simuló como si les fuera a arrojar una piedra y con esto,
el par de animales, sin dejar de ladrar, comenzaron a retroceder y él pudo
avanzar hasta la entrada de la casa.
Golpeó la puerta
varias veces. Gritó con fuerza haciendo sentir su presencia. Mas no obtuvo
respuesta. Seguía reinando ese extraño silencio.
José se acercó a una
ventana. Pero era poco lo que podía observar hacia adentro. Las cortinas y
persianas le impedían la visión.
En eso, salió por fin
el tal tío Ramón. Trataba de mostrarse compuesto.
“¿Qué hace aquí
dentro, profesor? ¿Que acaso usted no sabe que a una casa ajena no se entra sin
que primero lo inviten?”, dijo el sujeto con la cara enrojecida y los ojos muy
abiertos.
“¡¿Dónde está Lucho?!”,
replicó José, desafiante.
“¡Váyase, profesor!
¡Largo de aquí! ¡No sea metiche! ¡Déjeme criar a ese niño para que aprenda a
comportarse!”, gritaba el hombre enloquecido lanzándose contra José. Logró
desestabilizarlo y hacerlo caer. Enseguida le saltó encima y llevó sus manos al
cuello.
De pronto, se oyeron
las sirenas policiales acercándose a la casa de Lucho. Ramón se detuvo por un
instante, pero de inmediato siguió en su empeño de asfixiar a José.
Segundos más tarde, tres
funcionarios echaban abajo el portón.
Sobraban las
explicaciones.
Mientras dos policías
varones se encargaron de reducir y esposar al agresor y liberar a José de sus
garras, Sofía y una policía mujer ingresaron a la casa y encontraron a Lucho y
su madre abrazados y llorando.
Al llegar la noche, el
niño y su mamá fueron trasladados a un refugio de acogida y a esas mismas horas
Ramón ya se encontraba detenido.
Con el correr de las
semanas la obscuridad comenzó a disiparse.
Una tarde, José y
Sofía fueron a visitar a Lucho y su madre al refugio donde estaban residiendo.
“Gracias, profesor”, le dijo el niño. Y agregó: “pensaba que esta pesadilla
nunca iba a terminar”.
“Lucho, nos queda
ahora un largo camino por recorrer: así como la justicia hará su trabajo castigando
a Ramón, así también junto a Sofía y tus compañeros de equipo nos comprometemos
contigo y tu madre para que ustedes reciban la reparación que sus cuerpos y
corazones necesitan”, se permitió afirmar José. Y siguió: “Pienso que lo que
vendrá de aquí en adelante para ustedes dos será tan desafiante como la meta
que tenemos con nuestro equipo: ¡debemos revertir tantas derrotas seguidas para
clasificar al torneo interescolar y luego ir por el gozo supremo de alzar la
copa!”
No era necesario decir
mucho más.
Sofía abrazó al muchacho
y luego José, abriendo al máximo sus brazos, los cubrió a los dos. “¡Esto es lo
que se llama un verdadero abrazo del oso!”, señaló el entrenador apretando aún
más fuerte entre sus brazos a su novia y a su goleador preferido.
Me mató este cuento! Hay muchos Luchitos y espero que también hayan muchos más José y Sofia.
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