Carolina despertó
sintiéndose mal. Había pasado una mala noche y no logró descansar. Ahora apenas
le alcanzaban las fuerzas para llegar al baño.
En eso, su mamá entró
a su habitación. No necesitó preguntarle nada para darse cuenta de que su hija
mostraba síntomas de una evidente enfermedad.
En cuestión de pocas horas
la salud de Carolina empeoró bastante. Se equivocaron sus padres al pensar que
esto sería algo pasajero. No había tiempo para detenerse a observar y luego a esperar
cómo evolucionaría su hija. Por los quejidos de su niña tuvieron que actuar en
ese preciso instante. Decidieron entonces partir de urgencia al hospital.
De camino, Carolina se
agravó. Vomitó dentro del carro, estaba afiebrada, su piel iba tomando un color
amarillento y su cara comenzó a hincharse.
Nomás la vieron
ingresar al recinto asistencial, la derivaron de inmediato a sala de
emergencias. Allá verificaron sus signos vitales y de prisa le tomaron algunas muestras
para examinarlas.
A las horas se llegaba
a un primer diagnóstico: en su sangre se detectaba la presencia de una
bacteria. Siendo ese apenas un microorganismo, éste se había encargado de
intoxicar el interior de Carolina. La decisión de los médicos fue una sola:
ella debía quedarse hospitalizada. Era imposible que regresara a su casa en ese
estado tan delicado.
La noticia golpeó a
sus padres. Era una experiencia nueva para ellos y también para su hija mayor.
No se sentían preparados y, encima, esto les llegaba en el momento más
inoportuno: adiós al viaje planificado en familia, adiós al campeonato de
gimnasia para el que tanto había entrenado Carolina y, además, adiós a los
últimos ahorros que sus padres mantenían en el banco.
Esa primera noche en
el hospital fue terrible. Mientras el padre tuvo que regresar su casa a cuidar
de su hija menor, a la mamá de Carolina le permitieron quedarse acompañándola y
le habilitaron un rincón para recostarse. La chica fue conectada a una serie de
tubos y mangueras para hidratarla y suministrarle lo que su cuerpo no lograba
producir. Los padres no cerraron los ojos hasta bien entrada la madrugada. Se
la pasaron intercambiando mensajes de WhatsApp, cual más desalentador que otro.
Al amanecer siguieron
los exámenes y se retomaron los controles de temperatura, pulso cardiaco y frecuencia
respiratoria. A Carolina, muy temprano por la mañana, unas enfermeras le
practicaron aseo y le ayudaron a ir al baño.
Con el correr del día
ella no tenía apetito y rechazó todo lo que le ofrecieron para comer. Y así,
entre médicos y enfermeras que entraban y salían de la habitación, se pasó el
día y llegó la segunda noche.
Al menos, por todo lo
que sus padres habían debido permanecer despiertos, Carolina sí pudo dormir, o más
bien, tuvo que dormir gracias a los efectos de las anestesias y de esos
primeros medicamentos que le tocó recibir. “Me siento como un gato -pensó-,
duermo todo el día”.
Estar en el hospital le
resultó difícil. Imposible no enterarse de los sufrimientos de los pequeños pacientes
que se hallaban alrededor. Así como ella, había también en su mismo pabellón,
otros seis chicos hospitalizados, cada uno con su dolencia.
Cuando Carolina
despertó por un momento, oyó con claridad el llanto de un niño y, casi al
minuto, el grito de otra chiquita. Escuchar esto hizo que, además de sentir su
propio dolor, su corazón fuera invadido por el miedo. Así como esas toxinas
habían inundado su sangre, así las dudas ahora le envenenaban la mente (“¿por
qué a mí, Señor?, ¿cuándo podré volver a mi casa?, ¿y qué pasa si los doctores
no pueden ayudarme?, ¿cómo estarán mi hermanita y mi hámster?”).
Los días fueron
sumándose, los diagnósticos médicos ganaron en precisión y así los tratamientos
específicos comenzaron a ejecutarse.
Mañana, tarde y noche,
Carolina era visitada por un amplio equipo de doctores, enfermeras, paramédicos
y hasta algunos kinesiólogos para ayudarle a restablecer la normalidad de los
movimientos de su cuerpo después de tantas horas recostada sobre su camilla.
Se acostumbró a vestir
cada día una delgada bata de color celeste, a calzar unas pantuflas demasiado
grandes para sus pies de niña, a trasladarse al baño seguida por un aparato metálico
del que colgaban varios cables a los que se hallaba conectada y a apretar un
botón rojo ubicado al lado de su cama cuando sentía alguna molestia.
Su madre, siempre al
lado suyo, le peinaba el pelo y le hacía trenzas, le contaba historias, trataba
de subirle al ánimo y le ayudaba a alimentarse cuando era la hora de comer (en
más de una oportunidad tuvo que llevarle la comida a la boca, tal como lo había
hecho cuando Carolina era pequeña).
Por las tardes recibía
las visitas de su papá y por él se enteraba qué estaba pasando en la vida de su
hermana menor, cómo andaba su hámster y qué estaba sucediendo en el mundo fuera
del hospital.
De a poco su organismo
fue reaccionando a los tratamientos y eso le devolvió en parte la esperanza.
Pero así también sus ojos le seguían mostrando cada día a esos niños que
transitaban a su lado -algunos en camillas, otros en sillas de ruedas- y al verles
su corazón se trituraba. Para Carolina esos fueron momentos duros cuando llegó
a sentir como si Dios se tapara los oídos para no escuchar sus oraciones.
Un día muy triste fue
cuando, así de golpe, le tocó presenciar cómo ingresaban a una chiquita de corta
edad que, según logró enterarse por las enfermeras, había sido rescatada por
los bomberos de un accidente en el que chocaron varios vehículos. Carolina, sin
comprender lo que veía y escuchaba, convertía esas imágenes y voces en distintos
pensamientos y emociones.
Vivió también momentos
dulces. Se fue haciendo muy amiga de una enfermera joven que un día llegó a
verla trayendo en sus manos algunos obsequios. Eran lápices de colores, un
block para pintar y un gracioso peluche en forma de manzana que, desde
entonces, se volvió en su compañero inseparable. Además, su mamá y su papá le compartían
desde sus teléfonos los audios y los videos que recibían de parte de sus tíos,
primos y abuelos, de sus compañeros de colegio, de su equipo de gimnasia y los amigos
de su iglesia. Eran mensajes divertidos, ingeniosos y la invitaban a creer.
No faltó tampoco una
de esas maravillas que en ocasiones especiales la naturaleza le regala a quien
tenga ojos para verlas. Sucedió que Carolina se percató un día mirando por la
ventana que, al otro lado del vidrio, venía con frecuencia a posarse sobre la
rama de un árbol un mismo y terco zorzal. Y algo habrá encontrado este pájaro
en la habitación de Carolina -quizás algún reflejo, tal vez alguna luz, quién
sabe qué sería- que lo hacía emprender con entusiasmo el vuelo directo hacia
ella hasta que, ¿cómo no?, se estrellaba contra el vidrio de la ventana. El
pobre zorzal ni cuenta se daba que cada chichón que se hacía con sus vuelos de
alto impacto servía para arrancarle una sonrisa a su secreta admiradora.
Después de dos semanas, llegó el momento cuando, por fin, uno de los médicos del equipo tratante les avisó a los padres que Carolina estaba en condiciones de ser dada de alta. Quedarían, eso sí, algunos exámenes pendientes y sería también necesario mantener por un tiempo más ciertos medicamentos, pero esas eran cosas que se podían hacer sin estar internada.
Su último día en el hospital fue, como los anteriores, triste y dulce. Sintió al mismo tiempo la impotencia de ver sufrir a los niños de las camillas cercanas y así también tuvo la seguridad que, aun en medio del dolor, Dios sí podía manifestar su presencia de amor a través de la ciencia de los doctores, el cuidado de las enfermeras, la compañía de sus padres, los mensajes de los amigos e, incluso, por medio de los vuelos de un curioso zorzal.
Recordé un poco La señorita Cora al leer este cuento.
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