Apurada, con el pelo húmedo todavía, camina hacia el metro.
Despertó tarde. Apagó su alarma y, sin darse cuenta, se durmió unos minutos
largos y deliciosos que la dejaron sin desayuno. Ahora casi corriendo va anticipando
en su mente la agenda del día. Llamadas, entrevistas, clientes y correos
electrónicos. Se angustia, pero recuerda que hoy la jornada será más corta de
lo normal. Por fin, fiestas y feriados. Lo anhela. Ya se imagina descansando,
leyendo, cocinando, besando. Todo en paz y con alegría. Se ríe sola. Pero no se
distrae. Va con demora y debe recortar el tiempo perdido. Un scooter. Eso es.
¡Bendito sea el que dejó este monopatín justo en su camino! No lo piensa dos
veces. Lo tomará. Tiene cargada su tarjeta y, además, un poco de velocidad le hará
bien para secarse el cabello de forma natural. Lo ha hecho antes. Es imparable,
un bólido en acción. El vértigo le gusta. Las cuadras que le faltan para llegar
hasta el tren subterráneo las atravesará en ese cometa eléctrico. ¡Excelente! Lo
piensa, lo hace. Pone un pie sobre la plataforma de la patineta y con la mano izquierda
busca en su bolsillo la tarjeta para activar el aparato. Los chips hacen
contacto. Oye un tictac como de reloj de cuentos. Ese ruido le extraña un poco,
pero la transporta a la casa de campo donde pasó sus veranos cuando era pequeña.
Disfruta el instante y la melancolía. A la redonda un niño recoge del suelo un folleto
pisoteado. “¿Qué dice ahí, mamá?”, pregunta contento y curioso. Entre leyendas
y dibujos se advierte “¡Hablamos en serio! ¡No descansaremos hasta despachar al
último!”. Un segundo después el scooter estalla. Un cuerpo, dinamitado, se deshace
en el aire. Vecinos, policías y una ambulancia tratan de entender.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
Oh.. Guau. Pasó eso? Volviendo acá a los cuentos que me hacen falta..
ResponderBorrarEl cuento logró sacarme un ohhhhhhhh!!!!!
ResponderBorrar¿Qué dice allí mamá? .... No descansaremos hasta despachar al último... Mmmm
ResponderBorrarOhh... Lo lei dos veces por si me compresión estuvo mal... Pero no!
ResponderBorrarSe me fue la alegría de los feriados... yo también trato de entender.
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