Enumero palomas. Gracias a ellas aprendí a contar cuando era niño. Las veía volar o
aterrizar en la plaza del pueblo donde nací. Ahora, a mis 45 años, ese juego casi
se volvió mi trabajo. Fue una linda ilusión. Iba a remitir mis reportes al
municipio, pues se suponía que me pagarían por eso. Lo haría a solicitud del
alcalde, quien me había contratado luego de que una bandada expeliera sus
excrementos sobre la estatua que él mismo ordenó levantar para honrar su propia
imagen. Obtuve el encargo sin licitación ni resolución exenta. Todo fue rápido:
viernes por la tarde, pasadas las 18.00 horas, en un subterráneo del ayuntamiento,
a media luz y con voz baja, el señor alcalde me dijo que me remuneraría bien si
yo lograba cuantificar la cifra exacta de las aves que sobrevuelan a diario el
perímetro de la Plaza de Armas. No hablamos de precios, porque me explicó que
es de mal gusto discutir por dinero. Tampoco me respondió qué pensaba hacer con
los datos que yo le aportaría. Me tomó juramento, me hizo cantar el himno
patrio y me adelantó unas monedas para que me comprara una libreta de apuntes y
un lápiz Bic, herramientas más que suficientes para ejercer mi oficio. Obedecí.
Al salir de la librería partí de inmediato a la plaza a buscar esas aves, tal
como lo hacía más de 40 años atrás. Para no inducir a enredos a cualquiera que
leyera mis informes, describí al espécimen con alguna característica que fuera
única y lo distinguiera del resto. Luego de esa pormenorizada representación
procedí a ponerle un número. Me tardé una semana en contarlas. Eran 578 en
total. Y no hay más. Eran y son las mismas 578 de siempre: puede que algunas se
vayan por unas horas, pero al atardecer regresan y el conjunto se rellena a plenitud.
Sí, son 578 y lo aseguro. Una vez precisado el número puntual verifiqué que no se
hubieran sumado nuevos ejemplares y no detecté la ausencia de ninguna de mis
conocidas. Fue inevitable: con el paso de los días aprendí a quererlas. Me
encariñé con ellas y estoy seguro de que ellas a mí me reconocen. El tráfico
diario nos volvió íntimos. Para mí ellas no son cifras: puedo nombrarlas una
por una. Sé distinguirlas y no las confundo: Lucía, Sofía, Martina, María,
Mariana, Emma, Jimena, Valeria, Salomé y Valentina, sólo por mencionar a diez
al azar. Para nombrar a los machos me valí de genealogías veterotestamentarias:
Abraham, Isaac, Jacob, Judá, Fares, Salmón, Booz, Obed, Isaí y David, entre
otros. Hoy estas palomas me notaron cabizbajo. Con sus miradas me interrogaron.
Les confesé que estoy molesto y frustrado porque el alcalde se ha negado a
pagarme el precio de mis servicios. El hombre recibió el informe en sus manos,
sonrió y me despachó sin darme las gracias. Del compromiso aquel, señaló que
nada recordaba y no sabía de qué le estaba hablando. Insistí en nuestro trato,
pero él se limitó a llamar a un guardia para que me desalojara de su oficina. Apenas
había terminado de expresarles mi dolor a las primeras 258 palomas que me encontré
al salir del edificio municipal, cuando éstas ya se formaban por instrucción de
las más viejas. Al minuto llegaron las 320 que faltaban para completar la
comunidad y, unidas y dispuestas a todo, emprendieron lo que denominaron el
vuelo de la muerte: fueron a estrellarse contra los cristales de la oficina del
Concejo Municipal cuando éste se encontraba en plena sesión. Lamento que en ese
ejercicio las primeras 53 dieran su vida por mí (sé bien, nombre por nombre,
quiénes fueron y se los agradezco). Tras ese impacto se produjo un forado y por
allí ingresó el batallón completo. Decenas fueron a posarse sobre la mesa. Otras
tantas voltearon las tazas del café y picotearon las galletas del cóctel. Un par
de docenas de mis aliadas vengaron mi nombre posándose sobre la calva cabeza
del señor alcalde, al tiempo que desde arriba había 75 francotiradoras disparándole
sus desechos verdosos. Cumplida la misión el escuadrón emprendió la retirada. La
comandante vino a ponerse en mi hombro y al oído me silbó que le resultaba incomprensible
que un ser humano incumpliera una promesa.
Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son
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