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Mostrando las entradas de septiembre, 2021

Forastera

Era hermosa y todavía joven cuando la muerte le robó con violencia a su marido. Con él se fueron a la tumba esos besos y caricias que tanto la colmaban. A la basura también se fueron esos sueños de ser madre y amamantar a una criatura gestada en su vientre. Sufrió y lloró. Y mucho. “¿Qué vas a hacer ahora?”, es la pregunta que más oye en boca de sus amigas. La están empezando a notar más delgada e inapetente de lo habitual. “Está demacrada”, sentenció en voz baja una de sus vecinas. De pronto, esta viuda se halla gestionando pasaporte, pasajes y equipaje para ir a probar suerte al extranjero. “Amiga, por favor, ¡piensa con la cabeza! Allá donde vas no tienes casa, contactos y ni siquiera manejas el idioma. ¿Qué locura quieres cometer con tu vida?”, fue el consejo repetido por sus más cercanas. Pero ella no se detuvo. Y llegó el día cuando aterrizó en una cultura que no era la suya. Para sorpresa de los nativos, no tuvo asco de ir a competir al mercado laboral. Al instante se halló rode

M&V

“Mitocondrias y Vacuolas” (M&V) era una asociación clandestina. La formaban los amantes secretos de la biología. Los pobres no podían confesar su pasión a viva voz pues se hallaban rodeados de una inmensa mayoría de matemáticos y gramáticos, y temían ser anulados. Estos últimos se oponían a esos que mostraban fascinación por estudiar la estructura, el funcionamiento y la evolución de los seres vivos. En nombre de los números y las letras, matemáticos y gramáticos insistían en reducir la realidad a un conjunto de reglas (cómo sumar, cómo dividir, cómo acentuar las palabras, cómo conjugar los verbos) y, cuando tales reglas eran infringidas, acusaban y condenaban el error (“no, está mal: el valor de X es 5”, “no, está mal: hipopótamo se escribe con hache y lleva tilde por ser esdrújula”). Y esto espantaba a quienes no concebían que la vida cupiera dentro de moldes. ¡Lo vivo no podía ser algo formal! En los recreos del instituto, los biólogos se reconocían por sus nombres de camuflaje:

Identidades

Jürgen está perplejo. Siente que su trabajo ha sido despreciado por la empresa que contrató sus servicios. “En todo caso, no es la primera vez que me sucede”, dice él con modestia. “Suele ocurrir: entre las declaraciones y las acciones, hay distancias siderales”, reflexiona, levantándose los lentes de la punta de su nariz. Su consultora (“Haber Más”) ganó la licitación para asesorar a una entidad bancaria en la búsqueda de una persona capaz de administrar una nueva filial. “Se comunicaron conmigo -explica- atraídos por mis publicaciones sobre democracia e integración. ¿Y sabe lo que yo hice?”, interroga con retórica. Luego, se peina sus canas con las manos y tras unos segundos de silencio, responde sin estridencia: “Escogí con pinzas tres candidatos para verificar la calidad ética y política de aquella empresa”. Y asegura que esos tres eran igualmente competentes para el cargo. Sus diferencias eran, ante todo, sus cualidades personales. Nancy, la única mujer del grupo, se las ingenia 

Fortuna

Era un petimetre. Le gustaba seguir las modas de turno, llamar la atención del público y cuando advertía que las luces apuntaban hacia él, cuidaba su compostura. Pero un día sus finanzas cayeron en picada. Una cosa trajo a la otra: rompió con ella, discutió con la gerencia, se enemistó con los vecinos y, sin decir adiós, su gato saltó por la ventana y se fue. Así, en breve, su vida se había vuelto un zafarrancho. En el suelo comprendió que las apariencias son traicioneras. Destrozado como estaba, halló una oferta de trabajo para fungir como vendedor en una funeraria. Le hubiera gustado decir que no, pero aceptó por necesidad. A la semana, le había tocado hacer de todo: responder llamadas telefónicas, recibir clientes, consolar a las viudas con un vaso de agua y pañuelos limpios, vestir cadáveres y hasta predicar un sermón de esperanza en el camposanto. Para su propia sorpresa, descubrió que no estaba causando un desaguisado. Al contrario: sus actuaciones eran atinadas y lúcidas. Así, r

Callos

Se encallecieron primero sus pies. La piel de sus plantas rozó tantas veces el suelo que acabaron por endurecerse. Se encallecieron luego sus neuronas. La presión de sus pares sepultó su curiosidad y, al final, lo hicieron optar por el silencio. Y se encallecieron, por último, sus afectos. Fue sumando traiciones que, una tras otra, lesionaron sus tejidos emocionales. Casi petrificado como estaba, llegó a la botica y se sinceró con la farmacéutica. Ella, mirándolo, le regaló -con el ojo derecho- una dosis de ternura y -con el izquierdo- unos miligramos de alegría. El cliente se sintió algo mejorado de sólo nombrar sus achaques. Para sus pies, le sugirió remojarlos en agua caliente y pulirlos con una piedra pómez extraída de un volcán de la zona. Para reactivar las sinapsis le prescribió leer una página al día de un libro milenario e ingerir tres cucharadas (mañana, tarde y noche) de maravilla (“¿de ese aceite vegetal, señorita?”, “no, mi señor, le estoy ordenando que recupere el asombro