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Mostrando las entradas de noviembre, 2021

Oficios

“¿En un baño público?”, cuestiona la entrevistadora. Y con esa pregunta deja escapar una cuota de desprecio que reduce su imparcialidad. Él se mantiene firme y opta por ser consecuente hasta el final: “Así es, señorita. Fue mi primer oficio remunerado: cajero en una caseta de baños ubicada dentro de un terminal de buses”. “Y supongo que fue una experiencia significativa para usted”, sigue ella, de nuevo con algo de ironía en su voz. Él sorbe un poco del café de grano que le sirvieron al ingresar al elegante salón y, siempre digno, acota: “Sí, por cierto. Aprendí que el mercado debe estar puesto al servicio del ser humano”. La mujer se descoloca. Sus anteojos se resbalan hasta la punta de la nariz. Boquiabierta y con una mirada de intriga le pide que desarrolle tamaña afirmación de principios. En calma, el postulante al cargo declama: “Vi rostros de hombres y mujeres atormentados porque les faltaba el dinero para comprar su ficha de acceso a los servicios. Y sin pagar el precio nadie po

Trilce (= tri + lce)

Ocurrió alguna vez en un Santiago de Chile sin Google ni redes sociales. “¿Y a qué viene esa cara de angustia, Pedrito?”, preguntó el abuelo. “Ay, tata, es que el profesor de literatura nos mandó una tarea de investigación”, respondió el colorín pecoso de su nieto. “¡Investigación, tata! ¿Puedes creerlo? Ni que fuéramos detectives”. El viejo tuvo que contenerse la risa. Y fingiéndose serio le consultó al atormentado estudiante en qué consistía la dichosa investigación. “Tenemos que explicar por qué César Vallejo llamó “Trilce” a su poemario. “Vaya -dijo el abuelo-, la cosa tiene su gravedad”. “¿Viste, tata? ¡Te lo dije! ¿Cómo pretende el profesor que descubramos la verdad de este misterio?”, seguía quejándose el nieto. Pero el anciano no se amilanó. Estaba dispuesto a demostrarle al chiquillo que ese era un problema que sí tenía solución. Comenzó pidiéndole que leyera en voz alta sus apuntes de clases y las páginas del libro de texto. ¡Nada! Los datos eran mínimos. Sólo asomaban unos p

Apasionados

Vieja, recuerdo cuándo y cómo te conocí. Fue por allá abajo, en lo profundo de la tierra. Estábamos encerrados en una caja metálica movediza. Se había recalentado el aire y me costaba un poco respirar. Entre todos los cautivos, tú eras la única diferente. El resto hacía lo mismo. Cabezas agachadas, miradas apagadas. Tú, no: fuiste distinta. Erguida de cuello y, con ojos vivos, observabas a tu alrededor. Nuestra vista coincidió. Ni tú ni yo la bajamos. Un segundo, dos segundos, cuatro segundos, ocho segundos y así, de forma exponencial, nos observamos. Nos dio risa. Entonces me atreví. Levanté mis carnes gastadas y llegué a tu lado. “Hola, soy José”, dije con timidez, pero directo. “Hola, soy Patricia”, respondiste, desinhibida. “Tengo 75 años, soy viudo y no entiendo de teléfonos celulares”, proseguí, desafiando al destino. “Yo tengo 70, me separé ni recuerdo cuándo, y cada día abordo este vagón preguntándome qué pasará”, fue tu honesta declaración. Salimos del metro tomados de la mano

Sospechoso

Se enterneció mirando el jacarandá plantado en la mitad de la calle. Se detuvo y observó con asombro ese trozo de belleza entre tanto cemento de la urbe. En esa contemplación se hallaba cuando de pronto una señorita, con oídos taponeados por un par de audífonos y ojos fijos en la pantalla de su teléfono inteligente, se estrelló contra él. A ella ese golpe le dolió. “Oye, tú, gil, fíjate bien dónde te poní’”, exclamó la chica maltratando su lengua materna. Él se disculpó con ella, pero siguió, absorto, disfrutando de los colores y las formas de ese jacarandá metropolitano. En eso estaba todavía cuando, desde la vereda del frente, una señora corrió la cortina de la ventana de su casa para mirarlo con detención. Lo encontró feo, mal vestido y le inspiró desconfianza. “¿Qué andará haciendo este malandra por aquí?”, pensó la dama. Y con la evidencia a la vista, llamó a la seguridad municipal dando aviso de un sujeto cuya presencia amenazaba la indemnidad del barrio. Los guardias atendieron

Entropía

Entropía fue la única (y la mejor) manera que encontré para referirme a ella. Llegó al colegio siendo una niña de ocho años. Estuvo con nosotros un par de meses. No ingresó en marzo (junto con todos) ni egresó en diciembre (como era lo habitual). De inmediato llamó la atención de los profesores y compañeros por su pelo despeinado y sus frases de enciclopedia. Una vez frente al kiosco me vio contar las monedas y, lapidaria, sentenció: “tienes un problema económico”. La miré, así como ofendido, sin entender lo que quiso decirme. Y con el mismo rigor que me enseñó cómo se amarraban los cordones de los zapatos, me hizo ver que con el dinero que me regalaba mi abuelo, podía comprarme una bebida o un pan con huevo (“pero no las dos cosas a la vez”). Luego, Entropía desapareció de mi vida. Y así pasaron los años, muchos años, hasta cuando de pronto -otra vez- coincidimos. Fue en la boda de una amiga en común. Entropía andaba sola, vestía con simpleza, seguía luciendo su cabellera de leona y a