Corría el 1999. Pasaba mucho tiempo en la calle. Caminaba largas cuadras tarareando la canción de Barticciotto “Ya nada es importante”. Me sentía un ganador: había sorteado mi examen de derecho penal en la temporada extraordinaria de repetición. La verdad es que en mi primer intento estuve algo confundido (“A ver, Riquelme, dígame, ¿dónde está el dolo: en el tipo o en la culpabilidad?”, “En el tipo, pues, profesor”, “Muy bien, Riquelme. Explíqueme eso”, “Bueno, profesor, basta verle los ojos al tipo para darse cuenta de que es un pato malo”, “Suficiente, Riquelme, retírese”). Pese a todo el futuro esplendor estaba a la vuelta de la esquina: unos giros más a las manecillas del reloj y entraríamos al 2000. Hasta mi abuelita me trataba mejor que antes. Para ella ya no era un perejil sin hoja. Me notaba más profundo en mis ideas y maduro en mi carácter. “¿Cómo encontrarle una pestaña a lo que nunca tuvo ojos?”, fue la frase que me escuchó decir en un almuerzo de domingo y así, para ella, e
Historias corrientes que pueden estar sucediendo en este preciso momento en cualquier lugar del mundo.