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Mostrando las entradas de mayo, 2022

Vaivenes

Corría el 1999. Pasaba mucho tiempo en la calle. Caminaba largas cuadras tarareando la canción de Barticciotto “Ya nada es importante”. Me sentía un ganador: había sorteado mi examen de derecho penal en la temporada extraordinaria de repetición. La verdad es que en mi primer intento estuve algo confundido (“A ver, Riquelme, dígame, ¿dónde está el dolo: en el tipo o en la culpabilidad?”, “En el tipo, pues, profesor”, “Muy bien, Riquelme. Explíqueme eso”, “Bueno, profesor, basta verle los ojos al tipo para darse cuenta de que es un pato malo”, “Suficiente, Riquelme, retírese”). Pese a todo el futuro esplendor estaba a la vuelta de la esquina: unos giros más a las manecillas del reloj y entraríamos al 2000. Hasta mi abuelita me trataba mejor que antes. Para ella ya no era un perejil sin hoja. Me notaba más profundo en mis ideas y maduro en mi carácter. “¿Cómo encontrarle una pestaña a lo que nunca tuvo ojos?”, fue la frase que me escuchó decir en un almuerzo de domingo y así, para ella, e

Lucho (niños, cuento tres)

Lucho no llegó al entrenamiento de fútbol. “¡Qué raro!”, comentó José, el joven profesor de educación física que apostaba por llevar a sus pupilos por primera vez a un torneo inter-escolar. “Me consta -siguió diciendo- que su interés de ser parte de este glorioso equipo es genuino. Además, ese chico tiene una magia en los pies que hará que muy pronto vengan a verlo jugar algunos de esos buscadores de talentos que ofrecen sueldos millonarios”. Los chiquillos del equipo se rieron al advertir que José volvía a exagerar las cosas. Y es que habían aprendido a conocerlo: él disfrutaba hablarles así para animarlos, para abrirles el hambre de gloria, aunque todos sabían que formaban parte del equipo con peores resultados de la liga escolar y jamás (¡ni siquiera en sueños!) habían llegado a pisar el césped de una cancha para disputar algún torneo importante. “Bueno. El que sepa algo de Lucho, por favor, me avisa de inmediato”, concluyó el entrenador. “Y ahora, todos a sus puestos. Vamos a

Abogados

Arturo Prat Chacón fue abogado. Cada 21 de mayo en Chile, por él y en su honor se piensa -además del mar- en la abogacía como profesión. La muerte de Prat tiñe -sin quererlo- su condición de jurista de un dramatismo o sentido de la fatalidad que coincide con varios personajes de la literatura que, siendo estos estudiantes de derecho, o bien, abogados de profesión, vivieron vidas marcadas por la desgracia. He aquí algunos infelices ejemplos. En “Niebla”, de Miguel de Unamuno, se presenta a Augusto Pérez, un licenciado en derecho que vive atormentado por las dudas y los desamores desde que amanece hasta cuando se acuesta. Luego, Franz Kafka, abogado y doctor en derecho, regala en sus cuentos las mil razones para descreer de la ley y la justicia, al punto que la mejor moraleja kafkiana sería que uno se mantuviera siempre al margen del conflicto jurídico pues el litigio degenera en una absurda experiencia límite para quien la sufre. Por su lado, Roberto Bolaño en sus “Detectives salvajes”

Annette (niños, cuento dos)

“Es extraña” (piensa Patricio). “Su piel no es como la mía” (rumea en silencio Macarena). “Su acento es incomprensible” (dice Rodrigo para sus adentros). “Su atención, por favor, ¡silencio! ¡S-I-L-E-N-C-I-O!”, dijo la profesora en voz alta y con firmeza. El curso se aquietó. “Ella es Annette -continuó la maestra- y desde hoy será su nueva compañera. Tiene diez años, como casi todos ustedes. Junto a su familia llevan poco tiempo aquí en nuestro país. Por favor, háganla sentir en casa. Y téngale paciencia, ya verán que muy pronto podrá comunicarse con nosotros en español. Y bien, ¿dónde quieres sentarte, Annette?” Los estudiantes guardaban un silencio de funeral. Nadie hizo el mínimo gesto para compartir su banco de escuela con la chica recién llegada. Los segundos comenzaron a pasar y no había una sola mano levantada para indicar “aquí, profesora, que venga conmigo”. La maestra decidió romper el hielo dando una instrucción clara: “Macarena, ten a bien hacer un espacio para que Ann

Flor (niños, cuento uno).

“¡Ay, no! ¡Lo único que me faltaba!”, se quejó Flor con voz de angustia cuando se cortó la luz en la casa de campo. “¡Este es el peor día de mi vida! ¿Por qué tuve que aceptar la invitación de mis abuelos?”, seguía lamentándose. Y es que la pobre, a sus once años, se sentía como la niña más desdichada del universo. Se suponía que las vacaciones de verano tenían que ser un tiempo de alegría, pero aquí estaba ella, en una casa de madera, enorme, con varias habitaciones, que pudiendo ser perfecta se hallaba - ¡para su desgracia! - demasiado lejos de la ciudad, al punto que no llegaba la internet y, con eso, su nuevo teléfono inteligente, ese que sus padres le regalaron la última navidad, no servía para nada. “¿Qué voy a hacer ahora sin mis juegos, mis videos ni los chats con mis amigas?”, decía con capricho y un par de lágrimas en los ojos. “Calma, mi pequeña, calma”, dijo su abuelo entrando donde ella estaba y llevando consigo una vela en la mano para alumbrar en la oscuridad. “Ven c

Simeón

“¿Y usted qué hace aquí?”, pregunta el alcaide desde el otro lado de la reja sin ver quién es el inoportuno visitante que golpea el timbre de esa manera. Afuera llueve.  Y a ratos truena. “¡Abra de una buena vez! ¡Le he dicho que vengo a entregarme para cumplir mi condena!”. El alcaide no da crédito a lo que oyen sus oídos. No nació ayer y los milagros no ocurren en esta tierra maldita. Sabe que los condenados por los tribunales optan por la fuga con tal de preservar su libertad. “¡Váyase, hombre, váyase!”, le grita. “¿No tiene nada mejor que hacer en un día de tormenta? ¡No crea que aquí encontrará un refugio para pasar la lluvia! ¡Ésta es la cárcel, amigo, así que lárguese!”. Pero el huésped no afloja. E insiste: “¿Hasta cuándo tendré que repetirle que vengo a cumplir mi condena? ¡No me obligue a tener que presentar un reclamo en su contra!”. Eso último sí que molestó al alcaide. Está cansado de pasar tantas horas a la semana respondiendo a Santiago por reclamos infundados. “¡Está bi