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Mostrando las entradas de febrero, 2021

Preguntas

Mardoqueo, un hombre cesante, enfermizo y soltero contra su voluntad, entró a una librería. Compró con su último billete una libreta de apuntes y unos lápices de tinta roja, verde y azul. Buscó luego un lugar donde sentarse. Lo encontró. Allí respiró profundo y se sinceró. No había desayunado y sintió algo de fatiga. Y mientras las palomas y los perros vagos se le acercaban, escribió, según dicen quienes lo vieron por última vez, las siguientes preguntas: ¿Qué se necesita para escribir poesía?  ¿Basta sumergir en tinta el sentimiento que a uno lo atormenta?  ¿De veras está permitido jugar con el lenguaje?  ¿Importa mucho romper el orden lógico del tiempo y el espacio?  ¿Amerita ser llamado poeta quien jamás haya amado sin ser despreciado?  ¿Surge la poesía de forma honesta sólo cuando se ha gustado la muerte?  ¿Dónde recoge el poeta sus objetos de estudio? ¿En la vida ordinaria que duele; en la imaginación sin carne; o en aquella realidad transformada por ojos escritores?

Liberación

En el principio era el caos:  litigantes, hechos y normas en colisión.  Sobre la incoherencia del sinsentido revoloteaba la poesía.  Entonces en la Sala se declamó el primer verso:  el vacío fue atravesado por una palabra creadora.  ¡Y vio la Corte que eso era bueno!  Luego el jurista alegó con vehemencia, separando lo accesorio de lo principal.  A lo secundario llamó accidente, y esencia a lo medular.  ¡Y vio el Máximo Tribunal que eso también era bueno!  A continuación su legítimo contradictor  dio vida a las consecuencias que seguían a las premisas sentadas por la otra parte.  Se hicieron notorias las falacias y las verdades.  Las primeras fueron lanzadas al horno de fuego, mientras que las segundas saltaban alegres por los estrados.  ¡Y la Suprema Judicatura vio que era bueno!  Terminada la vista de la causa, la campanilla inauguró el reposo.  Pasaron los días.  Llegó la sentencia.  La condena fue revocada.  Un gendarme abrió la celda del preso.  Se levantó el condenado que dormía.

Michelle

Michelle terminó de leer Metamorfosis y sin apuros cerró las tapas del libro. Ahora estaba claro: ella era la nueva adaptación de aquel Gregorio Samsa inventado por Kafka en 1915. E incluso lo superaba. Se sentía extraña. Cada día empeoraba y no lograba detener su descenso al vacío. La Real Academia Española le enseñó que  bullying  no estaba registrada como palabra. Acabó aprendiendo su significado con los gestos y miradas de desprecio que por meses recibió. Quitó los espejos de su habitación y dejó de responder su celular. La fiscalía no veía ilícito que justificara una investigación y su denuncia corrió la misma suerte que ella tenía en mente para sí. Así, sola sobre la azotea del edificio miró hacia abajo y recordó la cantidad de pisos que la separaban del suelo: veinte en total. Más de alguna vez los contó en voz alta mientras los subía y los bajaba en solitario. Jugó buscando alguna coincidencia con ese número. Si lo hallaba, saltaba. Contó las veces que fue amada, los besos que

P.P.P.P.

Moncho era un cuarentón cuando fundó los P.P.P.P. El día que salió del hospital (tras haberse encontrado cara a cara con la muerte) decidió que antes de dejar de respirar mejor se gastaría sus próximos días en algo que valiera la pena. Se sinceró consigo mismo. No pudo seguir ocultando su pasión más cara: el amor a los libros. Hasta entonces leía encerrado en los baños, con una linterna debajo de las sábanas o a bordo de un vagón del metro sin rumbo fijo. Con persuasión artística reclutó a un grupo de seguidores. Pegó sus carteles en cada poste de la luz del barrio, tal como hacían los otros vecinos cuando andaban buscando al enésimo perro o gato perdido. Moncho no ofreció ninguna recompensa, pero sí prometió “hacerles sentir de verdad” (frase que con mucha elegancia le había robado varios años atrás al Puma Rodríguez). La alcaldesa de la comuna le facilitó una sala dentro del único liceo de la población. Cuando por fin Moncho tuvo frente a sí al grupo de quienes respondieron a su llam

Café

La relación se había vuelto insostenible. Encima, seguía sin hallar las palabras para expresar su petición concreta. Formado en las ciencias jurídicas se había vuelto un experto para hablar como habla el legislador. Había perdido la simpleza del lenguaje común. Cuando sus hijos venían a él a pedirle un permiso –“¡sólo para ir a la plaza, papá!”- obtenían como respuesta, además de la decisión del asunto, una larga expresión de motivos. Pero ahora los minutos pasaban con velocidad y él la esperaba ensayando razones en servilletas de papel. En breve se abriría esa puerta y ella entraría al café. Entonces se mirarían a los ojos y, con respeto, él esperaría que su mujer le diera una venia con la mirada para comenzar su alegato. Él lo haría primero por ser el recurrente. Pensaba ir de lo general a lo particular, distinguiendo entre lo principal y lo accesorio. Iba dispuesto a destapar todas las fuentes. Como tantas veces antes, ella lo escucharía sin comprender en absoluto qué diantre quería

Expulsiones

Señor Director de estos "Cuentos sin gloria", tengo claro que el suyo es un blog y no un periódico de noticias. Pero por si usted aún no se ha dado cuenta, mientras escribe con tanta fruición estos relatos breves (que vaya a saber uno si acaso alguien los está leyendo) el mundo está cambiando de prisa, comenzando por la experiencia de su propio país. De modo que, disculpe usted, Señor Director, deberé meterme en su blog y dejar estampada la presente denuncia (la misma que se lee más abajo). Es que su silencio acabó por ponerme los nervios de punta. Bueno, y si ahora lo agravio con mis palabras, al pie de página se hallan mis datos personales a fin de que dirija en mi contra las acciones legales que estime pertinentes. Es todo. Y adiós. …  Señor Director, pensando en la expulsión de personas venezolanas por parte del Estado de Chile en estos últimos días, creo que no se avanza mucho dividiendo en dos bandos las voces de quienes debaten: los buenistas versus los racistas.