Mardoqueo, un hombre cesante, enfermizo y soltero contra su voluntad, entró a una librería. Compró con su último billete una libreta de apuntes y unos lápices de tinta roja, verde y azul. Buscó luego un lugar donde sentarse. Lo encontró. Allí respiró profundo y se sinceró. No había desayunado y sintió algo de fatiga. Y mientras las palomas y los perros vagos se le acercaban, escribió, según dicen quienes lo vieron por última vez, las siguientes preguntas: ¿Qué se necesita para escribir poesía? ¿Basta sumergir en tinta el sentimiento que a uno lo atormenta? ¿De veras está permitido jugar con el lenguaje? ¿Importa mucho romper el orden lógico del tiempo y el espacio? ¿Amerita ser llamado poeta quien jamás haya amado sin ser despreciado? ¿Surge la poesía de forma honesta sólo cuando se ha gustado la muerte? ¿Dónde recoge el poeta sus objetos de estudio? ¿En la vida ordinaria que duele; en la imaginación sin carne; o en aquella realidad transformada por ojos escritores?
Historias corrientes que pueden estar sucediendo en este preciso momento en cualquier lugar del mundo.