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Mostrando las entradas de febrero, 2022

Bulos

* “Dicen que dijo y que muchos lo oyeron”, se asegura en el informe de media página. Como respaldos se adjuntan algunas impresiones captadas de la mensajería de WhatsApp (“se supone que ese sería su número”), un video tomado por alguien con su móvil (“mírelo, ahí se lo ve sumergido entre la multitud: ese que está de espaldas se parece mucho a él”) y un par de fotografías subidas al Instagram desde una cuenta que -por razones de seguridad- opera de forma anónima. “¿Hay algo más en su contra?”, pregunta el jefe esa mañana a su mejor informante antes de zanjar la suerte de su empleado. “Sí, señor”, le responde el portero del edificio. “La abuelita del kiosco escuchó unos días atrás hablar a dos clientes suyos que decían haber visto a un hombre parecido al Soto diciendo eso mismo”. Sin más, el gerente se convence. “Sí, tiene que haber sido Soto”. Acto seguido firma su desvinculación.   ** “¡Señoría, buenas noches! ¡Y disculpe la hora, por favor!”, dice sobresaltada la fiscal desde su c

Secreto

Durante sus años en la facultad de derecho cursó latín. Por su oficio de escribidor de sentencias con palabras alambicadas, se familiarizó en la consulta diaria del diccionario de la lengua española. Sus pares hablan de manera formal y se desenvuelve en un medio que espera de él cierto nivel de elegancia en el trato con los demás. Algunos de sus buenos amigos leen a Cervantes y alguien más por ahí lo presiona para que incursione en el teatro shakesperiano (‘de preferencia en inglés’). En ocasiones lo han invitado a universidades marxistas y otras regentadas por la curia romana para exponer sobre el futuro de la dogmática jurídica. Con frecuencia le toca asistir a reuniones en las que de fondo se oye música de Beethoven. Y así transcurren sus días sin que nadie se percate de su secreto mejor guardado, ese que sólo se revela cuando se ducha. Allí, en total intimidad, bajo el chorro del agua y cubierto el cuerpo de jabón y la cabeza con champú, se entrega a su oculta pasión: la cumbia col

Juntos

Cuando me convencí de que ella y yo caminábamos por la misma cuadra casi con idéntica frecuencia, me atreví a decirle que le ofrecía mi brazo. No sabíamos nuestros nombres, pero no lo dudó y, sin excesos de emoción en su voz, dijo que sí lo aceptaba. Echamos a andar esos varios metros que nos distanciaban del semáforo que separaba nuestras rutas. Ella se dejó guiar por mi ritmo. Comencé a hablar, mas al instante supe que mis explicaciones estaban sobrando: el árbol con raíces gruesas que rompen el cemento, el kiosco que reduce el ancho de la vereda a la mitad, y esa cafetería que expele un grato aroma a granos recién molidos, de seguro eran cosas que se había representado con precisión cientos de veces en las pantallas de su mente. Al principio pensé que al verme con ella los demás me respetarían. Craso error. Para la multitud santiaguina -impuntual, pero acelerada- somos dos intrascendentes (1+1=0). Nos chocan, nos bloquean el paso, nos expulsan de la senda. Y la peor parte recae sobr

Arepas

Eran dos. Vestían zapatillas y jeans y, sobre sus polerones, lucían unos delantales que las hacían ver como chefs de cocina gourmet. Su atención era de alto nivel: palabras amables, miradas a los ojos y sonrisas auténticas. Pocas veces el comercio callejero dio muestras de tanta elegancia y dignidad. Lo suyo era la venta ambulante de arepas, esa especie de pan redondo hecho en base al maíz. Las entregaban, aún calientes, envueltas en papel de aluminio. Y las promocionaban escribiendo con tiza y buena letra sus cómicos nombres en una pizarra negra ('Pelúa', 'Rompe colchón', 'Viuda', 'Endiablada', 'Gringa', 'Pabellón criollo', 'Reina pepiada', 'Tumbarranchos', 'Dominó'). El minuto único que duraba esa transacción matutina siempre me generó un sentimiento grato y vivo. Esas dos extranjeras irradiaban una cordialidad imprescriptible.  Se instalaron en las afueras del metro Universidad de Chile, en la salida que conduce

L (ele)

Se acostó como Álvaro. Y despertó como Avaro. Tratándose apenas de una sola letra, no le dio importancia. (¿Acaso no vivía en un país donde los nativos devoraban con impunidad ciertas letras? Había sido el caso de la ‘s’. Creció convencido que después del uno venía el do’ y a continuación el tre’. Total, así contaban papá y mamá y él aprendió los números en su casa). Pero con el paso de los días la ausencia de esa ‘l’ se hizo notar. Con ella se fue la liberalidad. Ya no quiso distribuir más sus bienes. Si no había recompensa por lo que daba, mejor que no contaran con él. Comenzó por ocultar su sonrisa, pues no había motivo para regalarla en la calle. Luego optó por escatimar el tiempo invertido con sus amigos (y, a corto andar, advirtió que su cantidad de compadres era un derroche que debía corregirse mediante la austeridad de los afectos). Acabó, por fin, reservando para sí lo que antes gastaba en su enamorada (miradas, caricias, besos y escucha). “¿Qué te pasa, cariño?”, le preguntó

Tricolor

El torbellino los trajo a los tres. Cayeron plantados en el mismo barrio. Luego, las tormentas de la vida los hicieron crecer, pese a sus diferencias, muy cerca unos de otros. Igual que los árboles de un bosque nativo. Marta, la mayor del triunvirato, llevaba quince años viuda cuando conoció a sus dos compinches. Juan Carlos sumaba los mismos años viviendo en Chile contados desde el día cuando dejó Bolivia, su tierra natal. Y hacía exactos quince años también que Bernabé había nacido sin tener la posibilidad de conocer a sus padres, salvo por esa noticia del trágico accidente que les robó la existencia a una pareja de jóvenes enamorados.  Coincidieron en una plaza. Marta miraba en silencio y desde la distancia cómo Bernabé practicaba unos arriesgados saltos con su bicicleta cuando de pronto, y sin darse cuenta, el muchacho acabó estrellándose contra Juan Carlos, quien sólo buscaba una sombra donde echarse a dormir una siesta. La trifulca entre los dos llevaba un par de minutos (“Chuta,

Expulsados (3)

Nuestra existencia acabará en pocos segundos. Jamás tuve tal certeza ni conciencia del fin. Nos iremos los cuatro: mi mujer, nuestras dos hijas y yo. Las chicas se durmieron apenas la nave despegó. Aquí adentro cuesta respirar. Se deja sentir tal presión sobre los cuerpos que parecemos pegados a los asientos, con nula posibilidad siquiera de mover los dedos de las manos. Se oye poco y nada, y hablar resulta casi imposible. Contemplar la tierra desde las alturas ha sido majestuoso. Si no fuera por estas lágrimas, disfrutaría aún más las últimas imágenes que captan mis ojos. Recuerdo a Julio Verne y sus exploradores chiflados descendiendo hasta el centro del planeta. Cuando uno de ellos se extravió en el oscuro mundo subterráneo, sólo atinó a clamar a Dios. Hago lo mismo. Ignoro si lo que estamos viviendo es el cumplimiento de alguna profecía que nadie quiso escuchar. Abajo quedaron esas máquinas que lucen como humanos, pero se mueven gracias a la nanotecnología. ¿Necesitarán ponerse de