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Mostrando las entradas de mayo, 2021

Eustaquio (3)

El despertador timbraba y vibraba. Dolo y Eustaquio reaccionaron al mismo tiempo. El gato se estiró y saltó de la cama. Su dueño trató de hacer lo mismo, pero sin la agilidad ni la destreza del animal. Luego, ambos fueron juntos al baño y de ahí caminaron directo a la cocina. El felino maulló exigiendo que su amo le cambiara el agua y le rellenara los pellets en ese par de envases de helado que ahora servían como platos para la mascota. Esta pareja se conocía bien y jugaban de memoria. Cada mañana la misma ceremonia. Eustaquio puso a hervir el agua filtrada para el café y encendió el pequeño horno eléctrico de la cocina para calentar el pan. Minutos después, y mientras el grano molido teñía de color el interior de la cafetera francesa y la mantequilla se derretía sobre la marraqueta recién horneada, él repasó la agenda del día. No tenía urgencias, audiencias judiciales ni clientes que atender. El aroma del café despertó en su memoria los recuerdos de esos clientes extranjeros que

Cálculos

Un cuaderno arrugado y un lápiz gastado sellaron su pacto secreto. Ahí estaban Rufo y Lucio, derribados, pero no destruidos. Ante todo, la dignidad. Sus padres jamás deberían enterarse de que las matemáticas volvían a teñir de rojo sendas libretas de calificaciones. Detrás del quiosco los chicos fraguaron el éxodo de la esclavitud. Hicieron pedazos los controles parciales del curso y escondieron la evidencia documental. Luego, Rufo le dio su manzana y Lucio le correspondió con su marraqueta de queso, mantequilla y mortadela. Con la cara sucia Rufo alzó los ojos al cielo y al aire le preguntó: “Oye, ¿por qué las tías no quieren aceptar que vinimos al mundo para morir por un balón?, ¡¿para qué sirven las matemáticas?!” Lucio quedó persuadido por la lógica irrefutable de su compañero. Pero esa misma noche tuvo una pesadilla. Soñó que una profesora de siete cabezas venía a él de golpe y porrazo y, mirándolo a los ojos, lo interrogaba: “A ver, dime tú, pitufo, hijo de hombre, si te niegas a

Eustaquio (2)

Eustaquio nació en febrero en las vísperas del día de los enamorados. “Para nada romántico, hijo mío” – le confesaría años después doña Eulogia, su respetada señora madre, con ese melodramatismo tan suyo e irrepetible. Ella era una dama inteligente y divertidísima que solía contar, para el deleite de sus oyentes, los episodios de la vida ordinaria como si fueran parte de una graciosa comedia. Poseía un agudo sentido de observación y una notable destreza para echar mano a los personajes del libro que estuviera leyendo en ese momento con tal de avivar la conversación. “Mientras yo te paría con dolor, tu padre tuvo que quedarse en la casa atendiendo otras urgencias. Y en el instante cuando ya venía verme, lo notificaron de una desgracia”, le explicaría doña Eulogia al único fruto de su vientre y éste siempre le correspondería con los ojos bien abiertos. Ocurrió que ese día cuando –“¡por fin!”- don Aurelio Galleguillos se alistaba para abordar su escarabajo y manejar raudo hacia la clíni

Ángeles

Coincidieron en una biblioteca. Se reconocieron en seguida. Hermosas, inteligentes y con posturas irreconciliables entre sí: eran hijas de distintas tradiciones. Tomsin era naturalista, Johanne positivista y Alfonsina, realista. La primera recitaba extensos párrafos de la Suma Teológica de Aquino y definía la ley como una ordenación de la conducta humana encaminada al bien común. La segunda, lectora compulsiva de Kelsen, dibujaba pirámides invertidas en las paredes interiores de los baños de la facultad y confrontaba a cualquier celestino que pretendiera enamorar al derecho con la moral. La tercera, soñaba por las noches que recorría los pasillos de la Uppsala University conversando de tú a tú con Lundstedt, Olivecrona y Ross. Las tres ranqueaban en los primeros lugares de su generación. Los académicos las escuchaban con admiración cuando intervenían en las clases, y quedaban alelados cuando leían sus ensayos, siempre cortos e incendiarios. “Son simplemente brillantes”, llegó a decir d

Eustaquio (1)

Ella: “¡viejo aburrido!”. Él: “¡mocosa malcriada!”. Ella: “si no fuese por mi mamá, sepa que yo no estaría aquí frente a usted perdiendo mi tiempo”. Él: “pobre de tu santa madre, la compadezco, ¡no sé cómo te soporta!”. Ella: “no quiero estar aquí, ¡por favor!, que alguien venga a sacarme”. Él: “haría cualquier cosa para que ahora mismo levantaras tus asentaderas de esa silla y salieras de mi oficina dejándome en paz”. Ella: “usted viste mal, sus anteojos lo afean un montón y, para colmo, habla tan raro que no sé si hay alguien que entienda lo que quiere decir”. Él: “tus tatuajes me demuestran la furia que llevas dentro y lo pronunciado de tu escote exalta ese busto gigantesco que insiste en imponerse al mundo con violencia”. Ella: “sus muchos diplomas colgados en la pared no me impresionan y le apuesto que de todos los libros que abundan en esta oficina usted no ha leído más que las portadas y los índices”. Él: “algo me dice que tuviste serios problemas con los números, las letras,

Candidato

Hace meses sólo piensa en alcanzar su pretensión. Vive para obtener ese cargo de elección popular, el mismo que también anhelan varias decenas de competidores. Ha jugado limpio: redactó programas con ideas, fue tacaño en promesas y participó en innumerables reuniones. En la calle lo insultaron, un fanático lo escupió por la espalda y tres veces le robaron los carteles que instaló en algunas esquinas de su circunscripción. Le duele ver su rostro amplificado en fotografías ahora rayadas con dibujos indecentes: ojos en tinta, dientes de menos, cachos de diablo y uno que otro falo inverecundo. Está algo cansado, aturdido. Con cabeza fría examina sus finanzas y ve cómo crecen sus deudas. Pero con porfía se sacude el polvo de los zapatos y sigue adelante. Avizora el triunfo y siente el placer de la victoria. Despierta en las noches y recorre en silencio la casa. Sus niños duermen y sueñan con mundos sin lobos rapaces ni besos traicioneros. El vértigo del poder lo marea y el fantasma del frac

Trucho

Nunca fue amigo de la verdad. De niño supo explotar la ignorancia de los demás. Un día se ofreció de voluntario por una semana para nutrir de noticias al curso. Tuvo entonces a sus compañeros de lunes a viernes mirando esos reportes ficticios que colgaba con tanta gracia en el diario mural. Les informaba sobre sucesos jamás ocurridos en países del África o en islas de Oceanía que sólo existían en su imaginación. “Tendrá que ser cierto”, pensaba su profesora, “total, está muy bien escrito”. Y la maestra con entusiasmo estampó una anotación positiva en el libro de vida académica de su enigmático estudiante. Ya luego en la universidad se especializó en datos fraudulentos, en particular en aquellas áreas donde había que ser ratón de biblioteca para refutarlo, cuestión que nadie supo ni pudo hacer. Colmó sus ensayos, monografías y tesinas con cientos de notas a pie de página y extensas bibliografías de autores y libros cuya existencia era, por lo menos, imposible de verificar. Siempre zafó:

Maxlósofo

Max se atormentaba frente al Zoom. Allí estaba su profesor por varios minutos afirmando la importancia del asombro al distinguir entre el ser y la nada. “Te dije que el viejo de filosofía era raro”, lo consolaba su hermana recién egresada del mismo colegio. “Pero aguanta, Max. El profe sólo quiere que pienses”, remachó ella ante la cara atónita de su hermano menor. “Y ahora me pide que escriba un ensayo de dos páginas sobre la nada. Lo único que se me ocurre es dejar el documento en blanco. Quizás con eso respondo su pregunta”, contestó Max con ironía. Pasaban los días y el muchacho no atinaba siquiera a escribir la primera línea de su trabajo. “Piensa, Max, ¡piensa!”, se decía a sí mismo mientras hacía girar el globo terráqueo que sus padres le regalaron de niño. Para romper la inercia se le ocurrió usar lo que tenía a mano: su teléfono inteligente. “Sí, eso haré. Aquí voy. ¿Qué es la nada? ¡Eso es!” Revisó su lista de contactos.   A unos pocos los llamó, a otros les envío un audio y