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Mostrando las entradas de diciembre, 2021

¡Trujamán!

Acuamán y Supermán se detestaban cada día más. El uno no entendía lo que el otro quería decir. Y viceversa. El hombre del agua criticaba a su colega porque éste se daba ínfulas de altura y elevación y al final sus ideas eran pedestres. Por su parte, el hombre de los aires le achacaba a su par que éste osaba sumergirse en las profundidades del pensamiento y terminaba emergiendo en lugares comunes. La enemistad entre ambos era tóxica y expansiva al punto que Gatúbela lo advirtió. Ella les dijo que les urgía contratar los servicios de un trujamán. Ni uno ni otro comprendieron el consejo de la mujer felina, pero prefirieron callar para no quedar de ignorantes. Apenas ella les dejó, ambos superhéroes fueron a consultar el diccionario de la lengua (¡bendita sea la Real Academia Española!). Contentos y motivados publicaron un aviso en sus redes sociales: “Se busca trujamán”. Llegaron una centena de candidatos. Los entrevistaron a todos y se quedaron con el más viejo. Era un humano calvo, con

Perspicuo

La conocí en un simposio sobre el dativo simpatético. Su conversación me pareció simpática, mas para nada simple. De paso, quedé prendado de la belleza de su simpa. Al instante me hice su fiel simpatizador. Días después la vi en un coloquio. Ahora sí, todo me resultó más coloquial. El asunto trataba sobre el cuidado apropiado de las coloquíntidas. Yo, por sugerencia de ella, había colocado una en mi jardín. Esa tarde supe, además, que era colocolina. Sí, es palmario: desde entonces acato sus instrucciones (incluso aquella de plantar una palmacristi). Es que me convenció cuando me relató su extenso palmarés. ¡Si hasta fue necesaria una palmada suya para despabilarme! Una mañana en el metro me pidió que le contara algo. Le dije que lo mío eran los cuentos. ¿Qué cuantos le conté? Sólo uno, pues no sabía si me tomaría en cuenta. Opté por “Mi mitocondria mitológica”. Le molestó la cacofonía del título. Me sugirió que mejor me dedicara, como ella, a la importación de los cacomites. N

Profana natividad

* “No lo niegues. Eres como yo. Se te nota”, afirmó Elizabeth. A Marianne, la joven haitiana recién llegada al equipo de limpieza, esas palabras la sorprendieron. “Ayer te vi haciéndolo”, continuó Elizabeth. “Tú ni cuenta te diste. Pensabas que estabas sola, que serías la última en retirarte. Encima dejaste la puerta semiabierta. Y yo justo pasé por allí. Entonces vi que la tenías en tus manos. Me quedé quieta, en silencio. Por la ternura de tus dedos al tocarla supe de inmediato que eso nacía de un corazón ardiente. Me gustó verte así. Me dije: ‘mañana le hablaré’. Más de alguna ocasión también lo hice por aquí mismo. Una vez lo intenté en un vagón del metro, pero alguien me advirtió que se veía como un acto de provocación. Entonces opté por el secreto. A solas. O en mi habitación o, a lo sumo, en los baños. Ayer te vi y te reconocí enseguida. Tú eres como yo”.   * Marianne dejó Puerto Príncipe hace pocos meses. Primero emigraron sus vecinas, luego sus primas y, por último, su

Pesadilla

Despertó sobresaltado. El señor Buendía tuvo una malísima noche. Soñó que un grupo de encapuchadas vestidas de negro lo secuestraban cuando, de camino a su tribunal oral penal, silbaba contento bajo el calor del sol. Esas oníricas mujeres sin rostro lo subían a un helicóptero y lo alejaban de la ciudad. En los minutos de vuelo se quitaron las capuchas y comenzaron a dispararle miradas en silencio. El juez las reconoció enseguida: una era la madre del niño hospitalizado que dejó de respirar asfixiado en su vómito (“se absuelve al médico acusado por falta de prueba”); otra era la colegiala manoseada en la parte trasera de un vehículo detenido (“se absuelve al profesor acusado porque la víctima fue incapaz de reconocerlo en la sala de audiencia”); y aquella última era la abuela asaltada por una pandilla de adolescentes (“se absuelve a los encartados por no haberse formado este tribunal, más allá de toda duda razonable, la convicción de que hayan participado en los hechos investigados”). E

Votaré

Corría el 1996 cuando don Germán Urzúa Valenzuela impartía por última vez en su vida su cátedra de derecho y política. La muerte lo sorprendería, a sus setenta años, en abril del noventa y siete. Éramos mechones y nuestra juventud desafiaba las siete décadas de existencia del maestro. Recuerdo esa mañana cuando afirmó que él suponía que todos los que estábamos dentro de la sala éramos ciudadanos, sujetos capaces de elegir y ser elegidos. Hasta entonces, nunca había pensado en eso. Motivado por sus lecciones y por las historias que contaba al dictar sus materias, decidí ir a inscribirme en el Servicio Electoral de mi comuna. Desde ese momento hasta ahora he participado en todas las elecciones, salvo aquellas dos que coincidieron con las mañanas de sendos viajes al extranjero (temí que si madrugaba para ir a votar me dejarían como vocal de mesa… ¡chao, viaje!) La del próximo domingo será una cita más. Encerrado tras ese velo negro volveré a marcar una preferencia. Creo en el Mesías y sé

Robo

“¡Bájate, perra cul#$%&@!”, le grita a Simona apuntando el cañón del revólver sobre su frente. Ella no atina a reaccionar. El miedo la paraliza en fracción de segundos. “¡Sale, te digo, zorrona de la conch#$%&@!”, insiste él, con voz gutural y gestos escatológicos. Simona despabila y, con la mente fría, se baja de su vehículo y lo entrega al asaltante. Él convierte sus manos en garras y con agilidad oprime los senos de su víctima. Ella no logra zafar y se resigna a ver cómo él, después de tocarla, la suelta con un empujón, aborda el automóvil y lo acelera con locura. Simona respira hondo. Todavía petrificada, pero con decisión, se moviliza hacia la comisaría más cercana para denunciar el hecho. De camino, sufre una contradicción insuperable: apenas una hora atrás estaba dictando su cátedra universitaria. Hoy le había tocado exponer sobre el valor de la argumentación racional. Pero eso ya pasó y ahora está aquí caminando. Su cerebro funciona procesando las impresiones vividas y

Tregua

El Memo se sienta a observar cómo la mantequilla se derrite sobre la marraqueta tostada. Luego contempla la bolsa de té que infunde su esencia y color en el agua caliente. Levanta su vista y detecta que la ventana está abierta. El calor del día cede ante la frescura del viento de la tarde. Se le escapa una sonrisa. Mantiene los ojos abiertos y aguza sus sentidos. Se percata de los detalles de su entorno: paredes corroídas, grafitis airados y dos perros desnutridos acoplándose. Advierte que es complicada la supervivencia de los expatriados del Edén. Al lado, una joven vecina intenta calmar el llanto de su bebé; a la redonda, una abuela sin dientes recibe en la boca una papilla; y más acá, justo en la plaza del frente, un hombre cesante lee el periódico del domingo pasado. Pero el Memo regresa a la marraqueta y al té. Mastica el pan y sorbe la taza sabiendo que el suyo es un mundo quebrado. Le duelen las decisiones arbitrarias, esas que no rinden cuentas a la ley ni a la razón. Mientras,

¡Buses! (Thoreau)

Por el cine llegué a la poesía y por la poesía llegué a los buses del Transantiago. ¿Que cómo fueron las cosas? Pues, así como aquí se las cuento. Era un adolescente cuando vi la película “La sociedad de los poetas muertos”. Usted la recuerda, ¿verdad? De ella olvidé casi todo, pero en mi memoria se grabó un verso (perdone lo poco). Se grabó, eso sí, como uno de esos recuerdos tramposos que mezclan hechos reales con ciertos acomodos de la imaginación. “Me fui a los bosques porque quería mamar la sabia de la vida”, era lo (único) que quedó escrito en uno de los archivos de mi memoria juvenil (y así me lo repetí por mucho tiempo en el silencio de la mente). Años después, y gracias a la internet (bendito sea el Google), llegué a la cita completa. Me percaté entonces que mi recuerdo era una frase mutilada. Investigando descubrí que ese verso era apenas un extracto de un poema escrito por Henry David Thoreau. Cuando lo tuve frente a los ojos (al poema, no al poeta) mi alegría fue total. ¿