Desperté. Ese sueño mío fue horrible. Sentí el alivio de la luz del amanecer. Estaba a salvo. Contento bajé de la cama y caminé directo a la cocina. Mi alegría de saberme en casa crecía con cada acción conocida: sacar la cafetera, hervir el agua, poner las cucharadas colmadas de café y sentarme a esperar el resultado oyendo a los pájaros cantar. En eso sonó el citófono. Eran apenas las siete de la mañana de ese sábado. No tenía sentido oponerme a que subieran. Llegarían igual a nuestro departamento, con o sin mi permiso. A los segundos cruzaban el umbral de la puerta. “Buenos días. Sólo déjenos hacer nuestro trabajo. No complique las cosas. Hemos tenido que pulverizar al conserje. Sería desagradable y antihigiénico repetir el procedimiento con usted”, me dijeron los agentes. Los contemplé con admiración. Ella me sacaba una cabeza más de altura y él, por lo menos dos. Sus cuerpos eran perfectos y sus caras hermosas. Si no fuera por el tono metálico de sus voces y esos lentes oscuros, pa
Historias corrientes que pueden estar sucediendo en este preciso momento en cualquier lugar del mundo.