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Mostrando las entradas de enero, 2021

Kenosis

“¿Lo saben tus padres?”, le preguntó él desde el otro lado del teléfono. “No, tú eres el primero a quien se lo digo. Sé que no lo esperabas. Yo tampoco. Pero, sí, es verdad. Me hice el test y además los síntomas son claros”, le respondió por aquí una chica que hace poco dejó la adolescencia. “Comprendo. Hablamos más tarde”, fue todo lo que le dijo ese hombre de barba y voz ronca de quien ella creía estar enamorada. Él no pudo seguir trabajando en su taller el resto de la jornada. La noticia lo sorprendió. En el fondo estaba dolido: sabía con seguridad que él no había engendrado a esa criatura. Sin quitarse el overol ni la grasa de las manos, dejó de lado sus herramientas y prefirió salir a la calle. Necesitaba tomar aire y un poco de sol para combatir el frío que comenzaba a recorrer su cuerpo. Luego de caminar varias cuadras se detuvo y verbalizó lo que había estado rumiando en secreto: aborto (“tendrá que haber alguna causal, nomás”). Por la noche se acostó, pero tardó mucho en queda

Smartphone

Apenas bajó del colectivo que lo transportaba se percató de su olvido: había dejado su teléfono celular conectado a un enchufe de su cocina para recargar la batería. Lo lamentó de veras, pero se resignó. Intentó consolarse recordando las varias décadas de su vida que logró existir sin haber tocado la pantalla de uno de estos aparatos inteligentes. Mas su consuelo duró poco. Al minuto comenzó a sufrir los primeros síntomas de la abstinencia digital: se sentía incomunicado, desinformado, carente de entretención y sin la posibilidad de manipular su cuenta bancaria. ¡Esto sí que era serio y dramático! Sin embargo, y de nuevo, su espíritu espartano (ese que le hacía tomar duchas de agua fría por las mañanas) le aconsejaba mantener la calma y continuar viviendo la rutina del día. Así que llegó a su almacén, quitó los candados, alzó las rejas y se dispuso para atender al público. Los cincuenta minutos que transcurrieron hasta la llegada del primer cliente le parecieron una eternidad. ¿Cuántas

Autodenuncia

Mi Capitán, le escribo estas líneas para denunciarme. Me allano desde ahora a las sanciones que correspondan a los hechos que informaré. Sepa usté que el suscrito, siendo las 23 horas con 45 minutos del día de ayer, se apersonó en el sitio preciso donde le fue encomendado controlar el tránsito y velar por la seguridad interior de la nación. Fueron horas de oscuridad y sin ningún contacto humano. Durante la madrugada me entretuve contando las liebres que cruzaban saltando el camino, oyendo el canto de los búhos e intentando seguir con la luz de mi linterna el vuelo de los murciélagos. En eso se encontraba este seguro servidor de la patria cuando en una berma del camino se detuvo un vehículo cuya placa patente, marca, modelo, color y año he olvidado por el impacto de lo ocurrido. De su interior descendió la maravilla más sublime que jamás mis ojos hayan contemplado. Hasta ese momento yo sólo conocía el amor a mi institución. Aquel portento humano me dijo que al descubrirme a esa hora y e

Días

Los días de la semana se reunieron para saber cómo los trataba la vida. Lunes abrió los fuegos comentando que se sentía humillado. Era insultado desde el amanecer. Oficinistas, colegiales y universitarios lo maldecían por existir. Martes lamentó la desgraciada asociación que le imputaron alguna vez con el número 13. La gente le temía, lo evitaba, nadie lo disfrutaba y, encima, contaba a su haber con el inicio de la primera guerra mundial (¡martes!), el golpe del ‘73 en Chile (¡martes) y el ataque a las Torres Gemelas (¡martes!). Miércoles se quejó de ser ignorado, de no tener una identidad propia. Sólo servía para consolar a los cansados (¡ánimo: han recorrido la mitad del suplicio laboral!) o, a lo más, para excitar los espíritus de los amantes de la libertad (¡vamos, resistan, quedan 72 horas!). Jueves se sentía culpable y vivía con ganas de pedir perdón. En su agenda se registraban la gran depresión económica de 1929 (¡jueves negro!), el atentado a la estación del metro en Atocha y,

Currículum

El entrevistador me pide que me describa en un minuto. Me dice que la comisión evaluadora conoce mis antecedentes curriculares y no tengo que repetir lo que todos han leído. Mientras pienso una respuesta observo a este sujeto: exitoso, sonriente, seguro de sí mismo. Lo encuentro parecido al tigre musculoso -de espalda ancha y cintura angosta- de los envases de cereales para el desayuno. Recuerdo a mi mamá: “hijo, la leche y su plato ya están en la mesa”. “Que le diga algo mío que no conste por escrito, ¿verdad?”, le pregunto con voz de quien se sabe perdido de entrada. “¡Exacto!”, contesta el tigre triunfador. “Dispones de 60 segundos para convencernos que eres la persona idónea para el cargo, que tu presencia en nuestra empresa será un valor agregado y así seguiremos siendo los líderes del mercado”, acota con entusiasmo y demuestra el excelente estado de su dentadura. Me atraganto. Nunca estudié latín y pronunciar la palabra currículum me enreda la lengua. ¿Cuánta sinceridad me sirve

Años

Se conocieron en el patio del colegio. Un intercambio de meriendas en un recreo marcó el inicio de su amistad. A la salida de clases descubrieron que caminaban en la misma dirección. Juntos enfrentaron ese día el peligro de vérselas con una jauría. Salieron vivos. Luego vinieron los cumpleaños y las invitaciones de fin de semana. Entrando a la pubertad se distanciaron. Cambios de colegio y de barrio equivalían en los tiempos sin internet ni telefonía móvil a cambios de continentes y husos horarios. De forma casual se encontraron un día en la calle. Se reconocieron con apenas mirarse. En un papel intercambiaron sus números de teléfono y supieron que cursaban la misma carrera en distintas universidades. Pasaron los años. En una librería él leyó el nombre de ella en la portada de un libro muy aclamado. Lo compró, lo devoró, fue feliz. Dos décadas después ella ingresó de incógnito a escuchar una conferencia de boca de quien fue su primer mejor amigo. Le pareció magistral, lo aplaudió de pi

¡Genio!

Su memoria registra lo que sus ojos observan. Se empeña por comprender, pero no siempre lo logra. Con el tiempo ha ido recolectando dilemas que, apenas llega a su pensión, los deja macerando. A veces responde alguna interrogante. Y lo celebra con alegría. Nunca ha podido salir de su país, mas es curioso y disfruta leyendo un atlas o haciendo girar un globo terráqueo. Sólo habla su lengua materna, pero es un as en la comunicación con los extranjeros. Llegó a la capital sin expectativas ni educación formal. Le sobraron los vaticinios de fracasos y tragedias. Optó por escuchar antes de responder y decidió tomarse en serio el consejo de los viejos. Sí, también lo embaucaron y tuvo que volver a empezar. Fue sólo una vez: aprendió la lección de inmediato. No tiene recetas para el éxito e ignora si existen los caminos cortos. Su escuela ha sido el conversar con otros, escuchar la radio y leer esos diarios que se regalan en las estaciones del metro. Está flaco y canoso, pero sigue siendo un in

Bilingüismo

Ruperto aprendió a leer en la cárcel. El primer libro que leyó completo fue un Nuevo Testamento. Se lo regalaron los gedeones que lo fueron a visitar cuando estaba convaleciente en el hospital penitenciario. Siendo el suyo un lenguaje limitado en palabras, de pronto se halló memorizando versos del evangelio según san Mateo, de las cartas de san Pablo y una que otra cita del Apocalipsis de san Juan. Recitaba sus versículos con la elegancia y el estilo propios de la versión Reina y Valera de 1960. Oírlo predicar era un deleite: mezclaba su jerga de choro porteño con las bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. La congregación -compuesta de cogoteros, pederastas y sicarios arrepentidos- ha disfrutado cada domingo de sus homilías sagrado-profanas. “¡Escúshenme bien, giles culepos y sapos lengua’os!”, dice abriendo las Lamentaciones del profeta Jeremías. Y con voz tronante proclama: “¡Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias! ¡Nuevas son

Piscina

Fue un error haber aceptado esa invitación. No tuvo el valor para rechazarla y acabó haciendo lo que había prometido nunca más repetir. Es que el gordo Urrutia supo tentarlo en su debilidad: el estómago y la garganta. “Tranquilo, amigo. ¡Yo lo invito!”, le dijo Urrutia, su antiguo compañero de comilonas y borracheras. “¡Mesero!”, ordenó por tercera vez el gordo, “repita la promoción: otro Troglodita con cerveza doble para el caballero y lo mismo para mí, pero con más ají que los anteriores, por favor”. Y así se fueron hasta que llegó la hora del remordimiento. “Urrutia, gracias por todo. Pero ya llevo 40 minutos de atraso. Debo llegar al turno de la tarde para no abusar de la colega de la mañana”. Con culpa en la conciencia, alcohol en la sangre y algunos kilos de más, el salvavida llegó a la piscina. Su polera anaranjada, ajustada a su barriga, ocultaba la lucha sin cuartel que se libraba en su sistema digestivo. Los lentes negros escondían el rojo de sus ojos y la mascarilla KN-95 le

Gladiador

Gladiador luce con orgullo sus 14 centímetros de extensión. Para los de su raza,  schnauzer  miniatura, es considerado un espécimen más pequeño de lo normal. Pero para doña Eduviges Cuernavaca, su feliz dueña desde hace tres años, él satisface sus anhelos de compañía mucho mejor que varias de sus amigas parlanchinas y aburridas. Lo adoptó a la semana de haber quedado viuda. Ella sufrió esa partida. Y mucho. Pero la soledad ha sido apaleada por la vitalidad que este bigotudo compañero trajo al hogar. Durante los encierros forzados del año 2020 la intimidad entre los dos se estrechó al máximo. Gladiador la despierta con sus lamidos, la acalora en sus noches de frío y la hace sentir segura entre tanto bandido que anda suelto. Esta tarde, de nuevo, han salido juntos a pasear. El aire está fresco y no se dan cuenta cuando ya se han alejado demasiado del departamento como para regresar con sus propias piernas y patas. Entonces deciden tomar un autobús. Ella, como lo hace en estos casos, pone

Tertulianos

La mesa está servida. Abundan las fuentes de carnes, pastas, pescados y mariscos. Las copas de vino se rellenan apenas el comensal ha bebido la última gota. Hay distintas ensaladas, variedad de panes y una esquina exclusiva para las frutas, los pasteles y el café. Alrededor, un grupo de tertulianos comen, bromean, discuten, se enojan y hacen las paces. Todo a la vez. Les convoca una sola pregunta: ¿existe algún beneficio después de tantos meses de confinamiento gracias al Covid-19? Aristóteles, cogiendo un racimo de uvas rosadas y con su dedo índice apuntando hacia el suelo, afirma que, si las plazas quedan vacías y las casas repletas, entonces la política -el único lenguaje compartido por todos- corre el peligro de atrofiarse por falta de cultivo. Desde el otro lado del mantel reacciona Aquino sin dejar de embadurnar de paté el medio metro de baguette que ha puesto con disimulo sobre su plato: “amén a eso, Maestro. Pero quizás éste no sea todavía uno de los casos cuando el pueblo podr

Diva

La Güitni Jiuston es una artista consagrada. No es casual que ahora se disponga a cruzar las puertas de este último escenario, uno de los espacios más disputados por los cantantes metropolitanos. Ha trabajado mucho y muy duro para llegar hasta aquí. En su barrio son pocos los que se atreven a cantar en el idioma de Shakespeare y eso ya la hace distinta a los trovadores de la nueva canción chilena, a los discípulos de Lucho Barrios y a los incontables maestros de la cumbia tropical. Claro está: ella pronuncia y escribe el inglés así como lo oye (“ Ay güil ólgueys lóbi yú! ”). Pero eso no le impide encender el fervor de su público. ¡La aman! Aquel lejano 1992, año de la película “¡El guardaespaldas!” (“De bodigard!”), empezó su carrera deleitando con su voz a los niños y viejos de su población en varios cumpleaños, malones, reuniones de vecinos y en una que otra despedida de solteros. Lo mismo le sucedió antes en su colegio: la fama la perseguía y no había acto cívico en el cual, luego d

Sisa

“¿Te molesta si te tuteo?”, le pregunta ella. “Sí, me molesta”, le contesta él, severo. La chica ha venido a sentarse frente a este señor sabiendo que ambos compartirán un viaje en tren. El trayecto recién comienza y serán varios los kilómetros hasta llegar a la estación terminal. La señorita vuelve al ataque. “¿Y a qué se dedica usted, caballero?”. “Soy penalista”, responde el hombre con tono académico. “Uy, ¡qué lindo! ¡Un penalista! ¡Y apuesto que los patea con tanta fuerza que ningún portero es capaz de atajar sus penales!” Ella nota que él ha quedado perplejo, pero no ceja en su propósito. “¿Quiere que juguemos a ‘la verdad’?”, lo interroga coqueta indicando con sus dedos en el aire que esa frase va entre comillas. “No, mejor olvídelo. Usted podría ser mi papá”, dice reflexiva, mirando a través de la ventana. “¿Sabe? Aquí hace mucho calor. Me quitaré algo de ropa. Por favor, agárreme la polera, no sea que se me vaya a levantar y se me vea todo”. Y como no tiene más opción el juris

Pantuflas

“Tiene la palabra la decana de la escuela de psicología hasta por veinte minutos”, afirma el rector, quien hoy luce una chaqueta Hugo Boss y unas pantuflas de algodón y poliéster que imitan a un par de zapatos de fútbol. “Gracias, señor rector. El punto que me urge exponer es el alto número de casos de plagio que hemos descubierto al revisar las tesis entregadas por nuestros estudiantes”, comienza de inmediato la decana, vistiendo una blusa de fina tela italiana de un alegre color anaranjado y calzando unas pantuflas amarillas que simulan a los tradicionales zuecos holandeses. “Muy amable, decana. Es el turno ahora de la facultad de letras y filosofía”, anuncia el rector, dándole la palabra a un elegante decano que lleva puesta una veraniega camisa Van Heusen y en sus pies, unas pantuflas rojas con adornos de telas de araña propias de la saga Spiderman. “Rector, el asunto que me compete exponer es de la mayor gravedad: hemos recibido siete denuncias de acoso en contra de uno de nuestro

Abulia

Sentado en una banqueta, al borde de un mirador, reposa el poeta. Se queja de la ingratitud de las musas. Nada le inspira a escribir. El sol brilla sobre su cabeza y su piel siente el calor. Abajo, a sus pies, decenas de hormigas recorren el suelo de tierra, apuradas, concentradas, ¡sin tiempo que perder! A su alrededor la fragancia de flores amarillas, lilas, rojas y rosadas le recuerdan que se halla en un jardín cultivado con inteligencia. Por instantes el viento lo despeina e insiste en voltearle las hojas de su cuaderno que aún permanecen en blanco. Frente a sí, el mar. Millones de litros de agua salada se muestran quietas y se confunden con el color del cielo en la línea del horizonte. Arriba vuelan gaviotas y también otras aves negras de largas alas que terminan en puntas blancas. Pero este mediodía la mente del escritor está bloqueada, su imaginación paralizada. ¿Serán los efectos del virus y el confinamiento? “En una habitación reducida también se achican las ideas”, advirtió D

Coyote

Jamás han logrado detenerlo. Cruza la frontera internacional casi a diario y se ha ganado la fama de hacer bien su trabajo. Es joven, pero se ha vuelto experto en el oficio de su padre. Cobra caro, sin rebajas ni descuentos. Ofrece un servicio seguro. Son tantos sus éxitos que acaba riéndose de fiscales y policías. Es astuto y prudente: conoce los lugares y horarios sin vigilancia. Cientos lo han contratado. El último tiempo ha jalado a varias mujeres solas. Las encuentra en el punto acordado, les recibe el dinero pactado y comienza a caminar con ellas. Su lealtad es mínima, alcanza sólo para advertirles cómo reaccionar si los descubren. Venezolanas, colombianas y dominicanas. A veces una cubana. Y cada vez menos, peruanas o bolivianas. Él las enumera. Ellas son cifras, clientes, expendedoras de billetes. Pero esta noche el coyote siente algo distinto al contemplar el cuerpo y la cara de la mujer que ha ido a buscarlo. Ella le ha pagado al contado y depositado en él su confianza. Al es

Letras

“Franz me dijo, ¿verdad?”, lo interroga la asistente social. “Sí, con zeta al final”, le contesta el hombre desde la camilla. Ella es ágil tomando apuntes y lo hace bien entrevistando pacientes. Esta vez el hospital le ha encomendado gestionar alguna red de apoyo para el paciente del pabellón N° 6, cama A-12. Pronto habrá que darle de alta y al parecer carece de un lugar donde llevar una convalecencia óptima. “Caballero, dígame, por favor, a qué se dedica”, formula su pregunta con gracia en la voz. Silencio. Él, acomplejado por la duda, sufriéndola, demora su respuesta. “Digamos que ejerzo la abogacía. No, no me felicite. Es apenas mi forma de obtener los recursos necesarios para pagar mis cuentas”. “Comprendo”, acota ella sin abandonar sus notas. “Usted me quiere decir que su vocación es otra”. El paciente se siente extraño, acorralado, sin espacio para escapar. “Verá: le robo tiempo y confianza a mi jefatura para escribir historias que dudo que alguna vez se vayan a publicar”, suspir

Cucho

Lo llaman Cucho. Su nombre real es un misterio. ¿Quizás Agustín? Es de pocos amigos. Y cada vez son menos. El Hediondo murió atropellado la noche de año nuevo; el Payaso desapareció cuando lo corretearon los municipales en respuesta a la delación de una vecina; y el Gasparín, el más débil del grupo, amaneció congelado una mañana del último invierno. Cucho es un sobreviviente. Si el poeta Vallejo lo viera vagando por la calle sabría que él encarna ese verso sobre los golpes del odio de Dios, golpes que “abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte ”. Nadie ha pronunciado su nombre con cariño. Las caricias a su haber en total suman cero. Pero desde la navidad las cosas parecen estar cambiando un poco. Una chica del barrio detectó su presencia desde lo alto de un edificio. Ella bajó llevándole un poco de comida. Cucho se mostró arisco y por sagacidad retrocedió unos pasos. Cuando ella se fue, él probó con timidez el bocado de carne. Le gustó. La joven ha regresado

Remedio

“Tranquila, señora”, afirma el médico. “No es Covid. Su hijo mejorará pronto”. La mujer guarda silencio y lo contempla con desconfianza. La mirada de esa madre le advierte al Hipócrates recién llegado de Santiago que la suya es una ciencia impotente contra los males que achacaban a su criatura. Él también la observa: ella es presa de supersticiones, hija de la barbarie, esclava de una ignorancia inexcusable en pleno siglo 21. “Señora, tenga esto. Le dará a su niño este medicamento tres veces al día. Sí, mañana, tarde y noche. No, sólo esto. Sí, nada más. No hay de qué, señora. También para usted, feliz año nuevo”. Y el galeno, el mejor de su promoción universitaria, cierra la puerta de su consulta, se despide del personal y emprende la retirada directo a su casa. En este pueblucho de calles sucias y multitud de perros vagos no hay arte ni cultura para expandir el espíritu. Al menos dentro de las cuatro paredes de su domicilio todavía puede disfrutar de algunas bondades de Occidente. Ll

Audiencia

“¡Se me está quemando el pollo en la cocina, Señoría!”, grita el fiscal. “¿Qué ha dicho, señor persecutor?”, responde con asombro la jueza. “Lo que oyó, pues, Señoría. ¡Hasta aquí siento el olor a quemado!”, replica con angustia. “Es mi obligación recordarle al Ministerio Público que las audiencias a distancia no deben prestarse para el chiste ni el abuso”. Diantre: esta magistrada sí que salió implacable para resolver. Es una carnívora convertida al veganismo y ahora no se puede permitir a sí misma que la ley sea burlada ni los animales maltratados. Ay, no faltaba más, aquí viene el defensor rechazando un nuevo receso. “Señoría, esto es grave: mi cliente arrastra en el tiempo una prisión preventiva y ahora el fiscal prefiere atender la suerte del pollo que tiene en el horno”, arroja la primera piedra con la autoridad moral de quien está libre de pecado. “Señoría, el pollo, perdón, el imputado, quise decir, lleva en el horno, disculpe, en prisión, sólo un par de días. El defensor exage

Poeta

Su propensión a los deleites carnales aumenta. Su deseo excesivo por ciertos placeres con ella -¡y sólo con ella!- no tiene límites. De año en año la hondura dentro de él se hace mayor. Y ella -¡sólo ella!- es capaz de mantenerlo vivo. “Amor, me tocay como si vinieray saliendo de los cinco y uno allá en la peni”, dice ella con picardía, soltándose el pelo. Él, cada vez de menos palabras, le responde con un mordisco (“vida mía, ¡shita que intenso ese beso tuyo, oye tú!”). Y entonces se abrazan. Se funden. Son uno. ¿Para qué? Para que al despertar él le pregunte a ella -¡sólo a ella!- cuándo podrán repetir lo vivido. “¿Y tiene que ser conmigo?”, responde ella, exquisita, deliciosa, sabiéndose deseada. “Sí, po’h, si es con vó’h la cosa. ¿Que no te acorday que le juramo’ al Diosito santo que la pura muerte nos iba a separarnos?”. “Ay, ya, bueno ya. ¡Hablay tan rebonito, mi guacho! Aquí estoy. Tuya y sólo tuya”. “¡Grrr!”, ruge el tigre. “¡Grrr!”, himpla su pantera. Narices al centro, roces,

Petar

El diccionario cayó al suelo. El niño se asustó del ruido y su diminuta conciencia se llenó de culpa. Intuyó que ese golpe tenía algo de insolencia. ¡El templo de las palabras había sido profanado! Movido por la necesidad de disculparse con el libro, el pequeño lo levanta con sus manos y lo abraza contra su pecho. Y así como su madre aquieta con ternura sus dolores, él consuela su diccionario asegurándole que todo va a estar bien (“tranquilo, ya pasó”). Para sellar la paz se muestra interesado por conocerlo mejor. Lo abre al azar y posa su dedo índice en una entrada cualquiera. La suerte fue para el verbo petar . Lo lee, lo piensa y se ríe a solas. ¡Ha nacido un extremista del lenguaje! Premunido con su nuevo vocablo ahora deambula por la casa buscando contra quien disparar su munición. “Tata, a ti de veras sí que te petaba la abuela, ¿verdad?”. Y como el viejo lo mira con cara de inquisidor, el pitufo festeja haber cazado su primera presa (“¡y fue tan fácil!”). Abierto su apetito idio