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Mostrando las entradas de diciembre, 2020

¡Escape!

Camina solitaria por la calle. Está oscuro. Pisa con cuidado evitando que sus tacones se hundan en un charco o queden atrapados en una rendija del alcantarillado. A la distancia divisa su automóvil y apresura sus pasos. Al llegar lo aborda de prisa mirando a derecha e izquierda. Una vez dentro tranca las puertas con pestillos y verifica que las ventanas están bien cerradas. Con rapidez se quita la mascarilla y desinfecta sus manos con alcohol gel. Enciende el motor, la radio y las luces. Antes de partir envía un mensaje de texto a sus amigas ("¡voy saliendo!"). Y así se desconecta de la realidad que la circunda. Afuera un hombre la mira y sigue con atención todos sus movimientos. Es alto, gordo y viste un buzo apretado que lo hace lucir como un embutido gigante. Pese al gorro que cubre su cabeza y la bufanda que tapa su boca, sus ojos negros logran ser captados por la mirada de la mujer. Ella se aterra por un instante. Él se acerca veloz por el costado del piloto y ella piens

Expediente 411 quáter

Hastiada y embrutecida. Está amaneciendo. Regreso a esa niña sin juegos ni risas. “ Trabaje con nosotros. Empresa internacional. Desafío, aprendizaje, remuneración. ” Confié. Una despedida, dos maletas y tres aviones. Océano de por medio, él me esperaba. Sonrisa perfecta. Aterricé. (“Yo no hablo español, disculpe”). Como fruta exótica me transportaron en un furgón. Vestidos, maquillajes, perfumes. Gimnasio, dietas, tratamientos. “El cliente siempre tiene la razón”, me enseñaron. Lo aprendí (con epistemología de perra callejera). Matiné, vermut y noche. Me voltearon y combinaron como al cubo de Rubik. Igual que profeta bíblico estuve en fosos de leones y hornos de fuego. Fui cosa con precio compitiendo en el mercado. Tocada, mordida, ensalivada y aplastada. ¿Hay algo prohibido? En los baños me preguntaba, Dios, ¿dónde estás? Los días sumaron años. La decencia de mi dueño anuló las sospechas. Traté de enseñarles modales a los bisontes. Inútil. Ya no tenía sentido gritar: la justicia no

Inocente

El niño quiere dormir. Pero esa mosca zumba y lo molesta. A dos cuadras un gestor de sustancias pinta el cielo con fuegos artificiales (¡llegó de la buena, cabros !). En la cama del lado, mamá ronca y saca cuentas -pierde, como siempre- mientras escapa de boletas y cobranzas. Esta noche no regresará su hermana mayor. ¡Iba muy linda cuando la vio salir de la casa! ¿Por qué ella no quiso decirle adónde iría? Y el niño sólo quiere dormir. Ojos y oídos abiertos esperan la llegada del sueño. ¿Será la falta de un cuento y la voz de papá? Difícil: en este punto de la tierra nunca ha habido libros ni papá. Spike ladra en el patio. Sus gruñidos espantan las hadas y así no hay Peter Pan ni Campanita que se atrevan a venir. Y la mosca zumbando. ¡Insecto común de ojos salientes y cabeza más ancha que larga! Mas, para sorpresa de todos, ese ruido continuado y bronco acaba sirviendo de canción de cuna. Y el niño empieza a dormirse. Su colchón lo eyecta y aterriza en el Edén. Una presencia soberana r

Navidad

Navidad llegó a ser para él sólo un día feriado con sabor a mito fundacional. Lo del feriado combinaba bien con su carácter juguetón de hombre niño (“eres un payaso”, le decían con frecuencia en la oficina). Y lo del mito fundacional lo escuchó hace años en la voz de un relator de fútbol (“¡filosofía profunda!”, pensó cuando lo oyó). Vivía en guerra con Dios y los dioses. Pero hoy -en navidad- bajaba la guardia y se dejaba persuadir por la historia de una virgen pariendo sobre un cajón donde comían las bestias. “Y, bueno, en tiempos de pandemia, ¡de algo hay que aferrarse!”, le decía a ese ateo que llevaba dentro. Esa mañana fue ordinaria, tan corriente como la de ayer y todas las de la semana pasada. La cuarentena lo estaba volviendo un ser predecible. Y así, en una cocina angosta, suelo yerto para cultivar el asombro y la maravilla, se dispuso a preparar un tazón de café con leche. Lo hizo. Lo bebió concentrado y con los ojos cerrados. Con cada sorbo se activaba su memoria: abajo en

Trilogía

Los tres colegas se dieron cita en un bar. Fueron años sin verse desde cuando egresaron de la escuela. Uno litigaba, el otro ejercía la judicatura y el tercero oficiaba como catedrático. En silencio y con algo de vino en la cabeza cada quien miraba a los otros dos y sentía cierta lástima por ellos. El litigante pensaba para sí: “estos optaron por la quietud del despacho y de la biblioteca. No se agitan, no sudan y nunca han tenido que vérselas de cara con la ingrata realidad. ¡Qué ingenuos!”. Por su parte el juez cavilaba dentro suyo: “estos creen que las sentencias judiciales se dictan en función a sus alegaciones histriónicas o a sus alambicadas teorías extra-planetarias. ¡Qué cándidos!”. El académico desde su rincón de la mesa razonaba con elegancia: “estos se han embrutecido con la práctica. Están atrapados y son incapaces de abstraerse de la realidad concreta que tienen frente a las narices. ¡Qué inocentes!”. Al momento del brindis de rigor despabilaron los tres. Alzaron sus copas

Petición

"¿Algo más, señor defensor?" - le inquirió la jueza. Su voz denotaba hastío y cansancio. Por fin había llegado a la última audiencia de la jornada. Comenzó en su mente a planificar la tarde en libertad. Saldría del tribunal, sentiría el calor del sol, caminaría unas pocas cuadras por la calle y se refrescaría bebiendo una mineral sin gas. Luego subiría a su auto, encendería la música y dejaría que el aire acondicionado le soplara en la cara con suavidad como susurrando su nombre. Pero, los segundos pasaban y el defensor prolongaba su silencio. Ambos se miraban con intensidad. Ella comenzó a darle de golpecitos a la mesa con su lápiz Bic. Por debajo del estrado -donde no llegaban las miradas- sus pies jugaban con sus zapatos quitándoselos, poniéndoselos e incluso, a veces, haciéndolos girar con el dedo gordo. "Abogado, no tengo toda la mañana para usted. Le he preguntado si pedirá algo más" - ella subió el tono y mantuvo fija la mirada en el novato defensor. "Sí

Sentimientos

Viernes por la noche. Su ánimo andaba por los suelos. La semana fue horrible. (Se sentía cansado). La Corte desestimó sus alegaciones y revocó lo que él pretendía confirmar. (Se sintió derrotado). Quedó atrapado en una discusión con un cliente que le desconoció el trabajo realizado y se negó a pagarle los honorarios pactados. (Se sintió engañado). Releyó un tratado sobre justicia criminal y no supo discernir si el dolo se hallaba en el tipo o en la culpabilidad. (Se sintió ignorante). Una cliente lloró delante suyo cuando relató la muerte de su marido en un accidente de tránsito. (Se sintió impotente). Descubrió el plagio de tres estudiantes que le enviaron sus ensayos a última hora para cerrar el semestre. (Se sintió frustrado). Llegó a su casa y su perro no salió a recibirlo ladrando ni moviendo la cola. (Se sintió ignorado). Su hija lo besó en la mejilla y le dijo con ternura: "hola, papi". (Sintió esperanza). Horas más tarde, al apagar la luz, su mujer le regaló bajo las

Meñique

Estaba agotada. Éste fue un viernes de furia. Ser una postulante en práctica durante el verano santiaguino tiene su costo. Apenas se abrieron las puertas del metro buscó un rincón vacío dentro del vagón. Lo encontró. Apoyó su espalda contra la puerta cerrada de la cabina del conductor. Se deslizó hacia abajo entre suspiros y una queja. Echó la cabeza hacia atrás, cerró sus ojos y apoyó sus palmas extendidas sobre el suelo. Una voluminosa y distraída señora que calzaba un zapato de taco corto y grueso aplastó el dedo meñique de la cansada señorita. Al diablo la paz interior. Fue tal el dolor que sintió que en apenas un cuarto de segundo se abrió delante de ella un paréntesis de tiempo. Fue transportada a la primera instancia de un juicio civil para conseguir una indemnización millonaria por la desgracia sufrida. “La elefanta esa me reventó mi dedo chico. (“Lo tarjado vale, Señoría”). Quise decir que la dama en cuestión se condujo sin cuidado y no se dio cuenta dónde puso su pie” – recla

Martín y Fermín

Heidegger lo espera fumando el tercer cigarro. Con minutos de atraso y cara de disculpas llega Fermín, el Fermín, como le llamaba el magistrado aquel con quien trabajó más de veinte años como su actuario. Cuando lo observa de pies a cabeza -así como con frío y asustado- el genio de Marburgo se pregunta en qué momento se le ocurrió venir a Chile. En fin. La suerte ya está echada. Decide tragarse los prejuicios y prestarle sus oídos a este auxiliar menor de la justicia. (El) Fermín terminó la educación media siendo adulto en un programa de nivelación nocturna. “Se lo juro, don Martín, lo que no está en el expediente no existe. Así no más es, por duro que sea. Si no consta en una foja firmada por el magis es la nada misma. ¿Me entiende, oiga? ¡Nada de nada!” – relata animado (el) Fermín. “Siga, por favor. Me interesa” – le pide intrigado el alemán. “Y para colmo, mi caballero, los abogados a veces llegaban a la casa del señor secretario del jujado ya pasada la medianoche. Ni modo. Por m

Reposo

Majestuoso. El volcán crecía frente a sus ojos. Fuera de su biblioteca Eustaquio se sentía extraño. Pensó en regresar a su escarabajo y manejar de vuelta a la cabaña que arrendaba. Era un ser urbano, acostumbrado a su oficina y a los tribunales. Aquí en cambio le tocaba jugar de visita: el viento le golpeaba la cara y el silencio se burlaba de su capacidad para articular discursos. Se percató que el sol estaba listo para echarse a dormir. Y no faltó la estrella que se atrevió a brillar sin esperar la llegada de la noche. La detectó pese a su miopía. Eso lo llenó de alegría. Entonces algo detuvo ese impulso metropolitano de emprender la retirada. Optó por reírse de su intento de fuga y más bien se allanó a la verdad del lugar. Ni en sus alegatos más notables (alabados por los ministros) ni en sus escritos mejor logrados (copiados por sus colegas) llegaba a rozar la belleza que reinaba en este espacio. Su cerebro aprovechó el instante y eyectó los kilos de demandas, querellas e informes

Ordinario

Prosaico se enamoró de Milagros. Pero no logró siquiera prendarse de su amada cuando ya la relación entre ambos se hizo imposible. Ella sí le quería (¡y mucho!), pero sus padres -don Taumaturgo y doña Providencia- se opusieron de forma tenaz al romance hasta hacerlo abortar. “Le falta idealidad”, dijo el señor. “Es incapaz de elevación”, sentenció la señora. La noche cuando Prosaico fue a la casa de Milagros para pedir su mano la cena acabó en tragedia. Él pensó que las preguntas discurrirían sobre sus pretensiones de renta para los próximos veinte años, sus credenciales profesionales o su ascendencia familiar. Nada. Quedó perplejo ante cada interrogante. “Y díganos, joven, ¿ha creado algo de la nada?”, consultó don Taumaturgo con su mejor sonrisa. Ante el silencio del pretendiente, doña Providencia aprovechó de tomar la palabra: “O bien, por lo menos, ¿le ha devuelto la salud a un enfermo?”. El frustrado Romeo se hundía opacado en el sillón del cuarto de estar. Otra vez el padre: “¿Cu

Poes-gacía

¿Cómo se originó la justicia poética? Todo comenzó así: un abogado no pudo seguir viviendo si antes no escribía un poema. Entonces tomó un lápiz y un papel. Escribió. Se supone que de allí tenía que nacer algo poético. Pero, cual rey Midas (que todo lo toca y lo transforma en otra cosa) y al contrario de él (que todo lo convierte en un metal precioso), este abogado escribía poemas con gusto a querella y rimas con sabor a demanda. Y, al revés, cuando comparecía ante un estrado judicial, sus contrapartes lo insultaban con la peor de las groserías: "colega, ¡todo cuanto usted alega es pura poesía!".  

Indecisión - Decisión

Indecisión Eduviges irrumpió de golpe en la oficina de su jefe. “Don File, se lo digo en serio: ¡esas eran fotografías de niñitos piluchos!” – decía ella. Estaba perturbada. “Su cliente no me gusta nadita, oiga”. Le explicó de prisa que sin ser metiche se percató que el hombre que iba a ser atendido usó su tiempo de espera contemplando las imágenes que ahora ella condenaba. “Lo vi con mis propios ojos” – precisó llevándose las manos a sus gruesos anteojos. “Mire, soy su secretaria y sé que me tomo atribuciones que no me corresponden. Pero estoy segura de que ese sujeto es uno de esos sementales lascivos que relinchan por la mujer de su vecino” – se calló de golpe y bajó la mirada. Ya en voz baja remachó: “así lo leí en el libro del profeta Jeremías”. Era evangélica y sabía citar versos bíblicos con precisión matemática. “Eduviges, mejor hágalo pasar” – fue todo lo que respondió don Filemón. Ingresó entonces un caballero alto, elegante, perfumado y de ojos claros. Dejó su bastón a un

Calcetines

Desde el cielo llueven calcetines. Una vez por semana me agacho para recoger esos pedazos de tela que, vaya a saber usted cómo y por qué, aparecen sobre las flores de mi jardín. Los hay chilotes, futboleros, de seda y, en ocasiones, uno que otro soquete. Al principio pensé subir a buscar a los dueños de cada prenda. Pero siendo tantos los departamentos que hay en este poblado edificio esa sería una tarea de nunca acabar. Además, es ahora un fenómeno que ya no me ofende ni me molesta. Me acostumbré. Sólo me quejo de que siempre me lleguen sucios y hediondos, como si justo se echaran a volar cuando iban de camino a la lavadora. Pero ¿por qué no habré de alegrarme con lo que la vida me regala? En vez de buscar explicaciones racionales a este asunto (nada de Newton sobre la gravitación de los cuerpos en el espacio ni de vecinos con mala puntería al momento de arrojar sus prendas al cesto de la ropa sucia) he preferido consolarme en la poesía. Benedetti escribió sobre cómo es que los ángele

Gabito (o, lecturas profanas de los evangelios sagrados).

Escena primera (cfr. Lucas 1:5-25 y 1:57-80)   Mudo quedó el pobre Zacarías por no haber creído de inmediato al anuncio del ángel Gabriel. Y es que el mensaje que le comunicó el alado vocero de Dios era demasiado bueno para ser real. Es verdad: cualquiera en su lugar habría tenido las mismas dudas. El hombre ya era anciano y su mujer, estéril. Pero sucedió lo imposible. El viejo sacerdote gozó primero de una noche de pasión y luego comenzó a ver con asombro cómo se abultaba el vientre de su amada Elizabet con el pasar de los meses. ¡Maravilloso! ¿El problema? Aquel forzado silencio impuesto por el ángel lo tuvo los nueve meses del embarazo de su mujer sin emitir palabra alguna (ni “¡qué lindo!”, ni “¡qué alegría!”, ni “¡cuchi, cuchi, hijito mío!”, nada de nada). Su boca permaneció tan cerrada como antes estuvo el vientre de su Elizabet. Hasta que por fin llegó el día cuando nació el bebé. Cortado el cordón umbilical, en una tablilla el viejo escribió que el niño habrí

Amándote

Ni los muchos días de encierro ni la separación forzada lograban quitarla de su mente. El amor y la pasión que sentía iban en aumento. Pero, verdad sea dicha, ella ignoraba por completo los afectos que él le guardaba y tampoco sospechaba siquiera los efectos que le provocaba con sólo aparecer convertida en sueño, recuerdo o pensamiento. Él jamás había tenido la valentía de hacer en su presencia una declaración franca sobre lo que escondía en su corazón. Durante la cuarentena imaginó la mejor estrategia para captar su atención: ¿poemas?, ¿peluches?, ¿chocolates?, ¿serenatas?, ¿velas y mantel? ¡Nada! Ella era única e inclasificable. Lo suyo no podía construirse sobre lugares comunes. Requería dar con algo nuevo. ¿Acaso ya no quedaba novedad alguna debajo del sol? Se desveló, perdió el apetito y hasta olvidó regar sus plantas y alimentar a su gato. Estaba perdiendo la batalla hasta cuando, ¡por fin!, “eureka, ¡sí!, ¡lo tengo!”. Extasiado por su ocurrencia buscó y encontró un lápiz adecuad

Maestro

Era uno de los profesores más viejos de la escuela de derecho. En los dos últimos años fue el decano quien se opuso a que el anciano pasara al retiro. Valoraba sus conocimientos -amplios y universales- y admiraba sus batallas libradas como litigante en el foro judicial por más de cinco décadas. Era un privilegio seguir contando con él. El mundo había cambiado tanto desde cuando él comenzó a ejercer la abogacía que su mera presencia en el claustro académico generaba en los más jóvenes un sentido de veneración ante un monstruo del derecho próximo a su extinción. Era tratado por sus pares y los estudiantes como si fuese un guardián de leyendas sobre cómo se hacían las cosas cuando no existían la internet ni la telefonía inteligente.  “Mañana será su primera clase virtual, profesor. Para facilitarle el asunto, nos bastará que nos envíe la grabación de su cátedra en vez de pedirle que esté en vivo frente a su curso. Lo hago pensando en usted, maestro”, dijo el decano con la condescendencia

Misterio

Pierdo un calcetín por semana. Tengo un cajón lleno de parejas rotas a fuerza de lavados automáticos. Ahí están: calcetines viudos que lloran esperando el día que vuelvan a unirse con su par. Forman una extraña colección: los hay chilotes, futboleros, de seda y también unos pocos soquetes. Oh, Sherlock, qué bien me haría conversar con usted para abordar este delicado asunto. He aquí algunas cuestiones de hecho y ciertas pistas: vivo solo desde cuando salí de la casa de mis padres. Así, en soledad, cursé mis estudios universitarios y con el fruto de mi primer trabajo compré esta lavadora y la instalé en este arcano rincón de mi departamento. Entonces comenzaron los extraños sucesos que aquí denuncio. Hay quien me ha dicho que busque explicaciones en el principio de selección natural predicado por Darwin. ¡Pamplinas! Eso es no entender la magnitud del problema. Lo mío es serio: estoy dando cuenta de un hallazgo revolucionario, de un auténtico cambio de paradigma. Nunca más me tragaré esa

Amigos

A la hora indicada los cuatro se contactaron mediante una plataforma virtual. No se veían desde cuando egresaron del colegio. Hablaron mucho, tanto como fue necesario para quedar al día. Uno optó por la filosofía, otro por la teología y un tercero por el derecho. La única mujer del grupo, la misma compañera que en secreto todos habían amado alguna vez, cursó literatura y hoy hacía gala trabajando como editora de un muy visitado periódico digital. Entre bromas, acordaron reencontrarse al día siguiente y ofrecer en vivo una conferencia para todo público. Casi a modo de chiste la intitularon “El coronavirus y yo”. Pactaron darse libertad para tratar el asunto. Ella oficiaría de moderadora y sólo les pidió a sus tres mosqueteros que fueran sinceros al hablar. Pese a las cientos de invitaciones repartidas desde sus smartphones a los contactos de cada uno, al momento del inicio de las transmisiones sólo se hallaban los cuatro. Se rieron a más no poder. Comenzaron. Ella no les había adelantad

Oruka

Ella comprende bien que la falta de luz en su habitación es la analogía de sus recién cumplidos noventa años. Le pesa el cuerpo, pero aun así abjura de la idea de convertirse en una planta. Se propuso atender hasta el fin de sus días las necesidades de su único y último compañero: Oruka, su gato. Estaba segura de que el animal la sobreviviría y, llegado ese momento, sería su vecina quien se haría cargo de él. Le gusta esa chica: es joven, atenta y durante esta cuarentena le ha traído, además de alimentos, algunos libros que la obligan a poner en tensión su inteligencia. Oruka fue leal con la anciana. Se recostaba a su lado mientras ella disertaba a viva voz sobre la necesidad de viajar al corazón del África para escuchar y escribir lo que los sabios tribales enseñan de forma oral sobre Dios, la libertad y el destino. El felino ronroneaba y con cada especie de ronquido le transmitía alegría. La abuela se preguntó varias veces si el dolor sufrido en su vida sería comparable con los años

Testimonio

Sin libretos ni pautas, sólo con su memoria y su voz, el viejo le habla a esa grabadora que su nieto instala sobre la mesa de la cocina cada tarde desde cuando comenzó su cuarentena forzada. Fue la idea de su hijo menor. “No te calles, papá. Cuenta tus historias”, le dijo una mañana el último de sus reflejos. Aceptó. Al instante tenía al pecoso de su nieto enseñándole como dirigirse a un dispositivo electrónico. “Quedará bonito, tata. Lo voy a enchular con imágenes y un poco de música”, le aseguró el mocoso. El abuelo se entusiasmó con tamaño patrocinador. Dicho y hecho. El hombre empezó a recorrer las galerías de recuerdos acumuladas en los surcos de su cerebro. Entre los archivos de su mente encontró un pantalón corto y un par de suspensores. Regresó a la escuela donde una atractiva y paciente maestra se esmeró por enseñarle a leer. Volvió a beber leche de vaca y degustar huevos de campo. Luego vino el cemento, la luz eléctrica, el tráfico automotriz, la ciudad. Se reencontró habitan

Mensaje

  Atormentado esa mañana despertó Mengano.  Bajó de la cama sin convicción. En el baño su organismo le jugó una mala pasada. Inhibido el apetito fue incapaz de desayunar. Se vistió y salió a la calle. Sintió el frío y dudó de su existencia. Miraba en todas las direcciones cual prófugo de la justicia. Abordó el metro respirando el pánico del ambiente. En el vidrio del tren notó su reflejo y se avergonzó. Las manos le sudaban y encima esa corbata le dificultaba respirar. Sonó su celular. Era la menor de sus niñas. “¡Te amo, papá!”. Y como la sombra nocturna cuando el sol se levanta, comenzó a disiparse el miedo.

Desayuno

Observaba la leche mientras ésta comenzaba a calentarse sobre el fuego de la cocina recién encendida. El aroma del fósforo apagado aún flotaba libre en el aire. Le bastó esa minúscula humareda para recordar que fue criada en el sur de Chile. Su mirada quieta sobre esa blanca superficie láctea, hundida como en un pozo por hallarse al fondo de un hervidor de paredes negras, ocultaba lo que en ese momento estresaba su mente: se preguntaba si acaso existía el verbo melancolizar. Al rato notó que la leche comenzaba a hervir. Apagó el fuego. Escogió el tazón de cerámica que trajo consigo de sus años de estudio en el extranjero. Era un milagro que esa pieza de loza resistiera el paso del tiempo con tanta firmeza. Salvo algunas mínimas picaduras fruto de algún lavado intenso o de un choque violento con una olla cuando le tocó compartir espacio en el secaplatos metálico, ese tazón hacía mucho más que sólo contener su tradicional café con leche de las mañanas: funcionaba, sin más, como el encend

Libertad

El  Kakuka , un coreano diestro para las artes marciales y ducho en el manejo de los teléfonos móviles dentro del penal, fue enviado a una celda de castigo el mismo día cuando tuvo la idea de hacer una exhibición de sus mejores patadas y golpes en presencia de algunos gendarmes y otros presos. Siendo siempre un sujeto sagaz y experimentado en estas lides, esa vez olvidó tomar la precaución de quitar del bolsillo de su buzo un chip de celular que cayó al suelo en el instante que él saltaba por el aire. Ante la evidencia,  Kakuka  se entregó. El  Cara’e gol , un boliviano sentenciado a veinte años de presidio, se ganó ese apodo desde que sufrió una parálisis facial que lo dejó con la boca y los ojos más abiertos de lo normal, como si estuviera viviendo en un estado constante de alegría y maravilla. Un día se autoproclamó pastor evangélico dentro de la prisión. A corto andar, el ministro del Señor fue sumariado y sancionado luego de que uno de los feligreses expulsados de su congregació

Tales de Mileto

Cuando llegó a dirigir al equipo de la facultad de física lo recibieron con aplausos. El viejo ya era popular y encima se hacía querer. En su vida había sido de todo: feriante, cajero, chofer, ambulante, gasfíter y, ahora, director técnico. En sus oficios aprendió a leer las miradas de su clientela. La experiencia cotidiana -con sus engaños y desengaños- le enseñó a saber quién hablaba en serio y quién hacía bluf. Analizaba los gestos, los movimientos de los ojos, las arrugas de la frente y entonces emitía su veredicto: “¡eso es verdad!”, o, “¡eso es mentira!”. Y no había nadie que le hiciera cambiar de opinión. Muchos se enemistaban con él, pero al viejo eso le importaba un pepino: al final el tiempo siempre acababa dándole la razón. A corto andar supo aplicar su capacidad predictiva para entrenar al arquero del club en el difícil arte de atajar penales. Su salto a la fama ocurrió ese inolvidable 2 de julio de 2019, cuando todo Chile miraba al cielo para disfrutar de un eclipse solar

Al límite

  Hombre Ordinario (“Corriente”, para sus amigos) despertó esa mañana sobresaltado y poseído por una idea: tenía que demostrarse que aún seguía vivo. Bajó de la cama convencido de la necesidad de someterse a experiencias para él insólitas. Comenzó por echarle a su tazón dos cucharadas de café en polvo, cero azúcar y nada de leche. Buscaba algo rudo y no se iba a detener. Después, en el baño, decidió cortarse las uñas de los pies con su mano izquierda, siendo él, de nacimiento, un diestro consumado. Dudó por un instante, pero se recordó a sí mismo que esto no tenía vuelta atrás. Sin temor ni temblor emprendió el desafío. Chilló por los cortes que se hizo, mas, ¿cómo no?, perseveró sin trepidar. A media mañana ingresó como invitado a una conferencia vía Zoom sobre el pensamiento de G. W. F. Hegel y su contraste con las propuestas de A. Schopenhauer. Luego de quince minutos esperando la llegada de otros participantes, seguían siendo sólo el expositor y él. Comenzaron nomás (“por el respet

Richard Arzola

Recuerdo cuando entró a mi oficina. Inolvidable: jeans, camisa vaquera y guitarra al hombro. Venía directo a renunciar a los estudios. “Profe, tengo ganas de fugarme para siempre, pero sin daños a terceros”, fue su manera de comenzar. “Richard, ¿está seguro de abandonar su pretensión de ser abogado?”, le pregunté. “Los abogados saben poco de amor, maestro”, contestó. Callé. Él siguió: “Un animal nocturno como yo, o más bien, lo poco que queda de mí, puede ser feliz viviendo en un departamento en mora y conduciendo un Volkswagen del año 68”. Quedé absorto ante su declaración de principios. “Señor Arzola, en caso alguno aspiro a suprimir su libertad. Sólo quiero asegurarme de que la suya es una decisión pensada y no un arrebato juvenil”, repliqué. “¿Me permite tocarle un tema?”, me interrogó y sin esperar mi aprobación comenzó a entonar su voz y afinar las seis cuerdas. “Sí, cómo no. Adelante”, afirmé sobre hechos consumados. Carraspeó un poco y en mi cara cantó: “El problema no es el te

Libros ("Uber Books")

  Trabajo en Uber Books. Reparto libros a domicilio las veinticuatro horas del día en las cuarenta comunas del Gran Santiago. Mi moto está vieja, mas todavía funciona. ¿Accidentes? Sí, unos pocos. Pero nunca he dejado sin cumplir un encargo. Usted siempre recibirá su libro en buen estado y jamás se enterará por mi cara cuánto he sufrido por traérselo. Mi celular suena con frecuencia durante la madrugada. A veces pienso que las solicitudes de los libros son un pretexto que oculta algo mayor. Sospecho que mis clientes se sienten solos y buscan a quien los escuche. Apenas les entrego el libro y cobro su precio me preguntan si quiero saber por qué pidieron ese título o ese autor. Me invitan a pasar. Les presto mis oídos y los lectores se confiesan conmigo. Vea, usted. El lunes una señora me pidió un Código Procesal Penal para demostrar que su marido era inocente (“fíjese que el defensor estaba comprado por el fiscal”). El martes un ateo furioso me pidió una Biblia porque sentía que la muer

Haitianos

  ·          El gordo y el flaco.   Annette y Jean Baptiste eran haitianos. Se conocieron en Santiago de Chile cuando ambos coincidieron en la sala de espera de un consultorio jurídico, uno de aquellos que ofrecen un servicio gratuito a través de pasantes que adquieren experiencia llevando casos reales. Extranjería había rechazado las solicitudes de visa de ambos haitianos y, en su lugar, dispuso en su contra sendas órdenes de abandono del país. Tras saber que ella era profesora de música y él un licenciado en letras, Migraciones los tuvo por inútiles e inconvenientes de acuerdo con la legislación nacional de 1975. El abogado jefe escuchó sus historias y llamó a sus pasantes más aventajados. Ella fue derivada a un famélico Kelsen y él llegó ante un rollizo Aquino. En la víspera de los alegatos ante la Corte el tutor les dijo a sus pupilos: “Haz lo que sabes, Hans. Distingue entre validez y eficacia. Y tú, Tomás, dedícate a diferenciar entre un orden normativo justo y otro indecen